LUCHANDO CONTRA EL FASCISMO DESDE TODAS LAS TRINCHERAS

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Canciones de Combate

jueves, 16 de septiembre de 2010

Anécdotas bolivarianas


Escrito Tomado del Libro : SIMÓN BOLÍVAR Vigencia histórica y política Obra del historiador Juvenal Herrera Torres.

El niño Simón había fatigado a sus tutores y maestros. José Miguel Sanz, abogado, fundador del colegio de abogados de Caracas y miembro de la Real Audiencia lo llamaba “barrilito de pólvora”. El padre Andujar –amigo de Humboldt y Bompland- contratado para dictarle clases de catecismo, y el padre Negrete, como instructor de gramática, apenas podían soportarlo. Guillermo Pelgrón –quien sería actor de la revolución del 19 de abril de 1810- lo aguantaba a duras penas en las clases de latín.

Sin duda, quien dejó en Bolívar una huella significativa fue su maestro Simón Rodríguez. Este “extremista jacobino” había escrito un ensayo titulado “Reflexiones sobre el estado de la educación en la capitanía general de Venezuela”, que, como calificaban algunos, estaba inspirado en El Emilio de Rousseau. Decía en su escrito cosas insólitas para la gente de su tiempo: que los niños y las niñas debían estudiar juntos en las escuelas: primero, para que desde su niñez aprendan los muchachos a respetar a las mujeres, y, segundo, para que desde su niñez aprendan las jóvenes a no temer a los hombres.

Simón Rodríguez recibió con plenos poderes el encargo de educar a Simón Bolívar. Para ello Rodríguez insistió en abandonar la ciudad, trasladarse con su alumno a San Mateo y entrar en contacto con la naturaleza. Su método: enseñar la historia en forma de relatos. Su filosofía: entrar en contacto con el sentido común de las gentes y con la naturaleza. No emplearía textos dogmáticos: la vida es el más prodigioso libro y la tierra la mejor escuela. Su objeto: totalizar la identidad de hombre-pueblo-tierra. Para ello había que andar leguas y leguas, escalar montañas, contemplar el crepúsculo en la llanura, sorprender la alborada en el pico de los pájaros, aspirar el semen etéreo desprendido de los árboles y de las flores, nadar en los ríos, montar a caballo, convivir con los indios y los esclavos, compartir la carne ahumada con los llaneros y, en suma, aprender esa inter-relación que hay entre el ala del insecto y los astros, entre el viento cabalgando sobre las colinas y las formas que asumían las protuberancias de la tierra, que semejaban senos de una mujer atormentada. Después de lo anterior su alumno podía dedicarse a la lectura de los clásicos griegos y latinos, de los filósofos y pensadores de la Europa ilustrada, y estudiar la historia de los pueblos, incursionar en las matemáticas y elaborar su propio código de rebeldía para llevarlo a la práctica.

La influencia del maestro en su formación ideológica la expresa el mismo Bolívar al escribir: “La tierra del suelo natal antes que nada. Ha moldeado nuestro ser con su sustancia. Nuestra vida no es otra cosa que la esencia de nuestro pobre país. Es allí donde tenemos los testigos de nuestro nacimiento, los creadores de nuestra existencia que nos infundieron alma al educarnos. Están las tumbas de nuestros padres que nos exigen seguridad. Todo nos recuerda nuestro deber. Todo nos despierta dulces recuerdos y apacibles sentimientos. Fue la época de nuestra inocencia, nuestro primer amor, nuestras primeras impresiones y todo lo que influyó sobre nosotros”.

He aquí como recrea Campos Méndez esa escuela y esa recíproca educación de estos dos Simones:

“¿Ves ese nido? Hay un huevo. Contiene, en principio y síntesis, toda la plenitud de la vida. El calor de la hembra hará que se abra, y de él saldrá piando un pájaro que se cubrirá de plumas, tomará rumbo, buscará un macho o una hembra de su especie, ambos se arrullarán con ternura, y de ese arrullo surgirán otro nido, y otro huevo y otro pájaro. Cada huevo y cada ser tienen los mismos principios sustanciales que ves fuera y que son variedades de cuerpos sólidos, líquidos y gaseosos. Tú mismo, ¿no eres una copia del mundo? Tus ojos, ¿no son parte del sol?; tu sangre, ¿no es un río que vuelve sobre sí mismo?; tu cabello, ¿no es vegetación? De ahí que todos los hombres sean iguales. Blancos, negros o pardos, difieren sólo en el tinte de la piel, como las flores o los animales de diversos climas. Los más fuertes, sin embargo, han sometido siempre a los más débiles. Pero llega un momento en que los débiles, la parte infeliz de los pueblos, se rebela contra las ficciones con que los dominan los poderosos”.

2
El 25 de septiembre de 1813 el valeroso teniente coronel, Atanasio Girardot, en el alto del Bárbula cae mortalmente herido en la frente en el momento en que, saludando a sus soldados con un poderoso grito de victoria, clavaba, en las alturas conquistadas, la bandera de la legión granadina.

El 5 de octubre de 1813, desde Valencia, Simón Bolívar, escribe una carta al padre de Girardot, de la cual destacamos los siguientes apartes:

Ciudadano
LUIS GIRARDOT

Temería cursar a usted el más acerbo dolor participándole la muerte de su ilustre hijo, si no estuviera persuadido que más aprecia usted la gloria que cubre las grandes acciones de su vida, que una frágil existencia.

Es verdad que la vida del coronel Atanasio Girardot, mientras se hubiera prolongado, más timbres hubiera añadido a su gloria y más beneficios a la libertad de la patria. Su pérdida es de aquellas que eternamente deben llorarse. Pero la causa sagrada porque ha perecido debe un tanto suspender el dolor, para pensar en sus grandes hechos y en el respeto que se debe a sus cenizas inmortales...

Simón Bolívar

En la misma época en que los padres de Atanasio Girardot recibieron esta carta, supieron , con una escasa diferencia de días, la noticia de la muerte de su otro hijo, Pedro Girardot, quien murió combatiendo en la batalla de Juanambú, cuando hacía parte de las huestes republicanas comandadas por Antonio Nariño.

Sobreponiéndose a pérdidas tan entrañables e irreparables, los padres de Atanasio y Pedro Girardot, en un gesto procero, digno de los espíritus revolucionarios más sublimes en todos los tiempos, ratificaron su apoyo incuestionable a la causa de la independencia. Don Luis Girardot, el padre de los héroes inmolados, se ofreció él mismo para enrolarse al ejército republicano y su esposa entregó a la revolución el último hijo que le queda; un niño de 14 años: Miguel Girardot.

Don Luis Girardot, ya anciano, sufría los achaques propios de su edad y ello, naturalmente, le impedía hacerse a las armas y marchar en el ejército revolucionario, en una guerra que exigía esfuerzos descomunales. Esto no le impidió, sin embargo, buscar una entrevista con el Libertador. Esta entrevista tuvo lugar cierto día en que, estando Bolívar muy atareado con su Estado Mayor, uno de sus edecanes le informó a éste que un anciano, que traía a un niño, deseaba hablarle, aunque sea una palabra.

Bolívar, según relata Nemesio Rincón, al oír a su edecán le contestó:

-Que entren-, y soltando la pluma, se cruza de brazos y repite: ¡un anciano y un niño!

Cuando los visitantes llegaron a presencia del Libertador, el anciano se le acercó y le dijo:

-General Bolívar: aquí le traigo al último hijo que me queda, porque todos han muerto por la patria. Este es el único apoyo de mi familia y de mi vejez; pero la libertad lo necesita, y es preciso que le siga a usted en el camino de la gloria.

-¿Y quién es usted? –preguntóle Bolívar.

-Soy el padre de Atanasio Girardot...!

El Libertador enmudeció y, embargado por el llanto y la emoción se abrazó al padre de los héroes.

Poco tiempo después, el 2 de enero de 1815, desde su cuartel general, Bolívar expide un oficio dando cuenta que el joven Girardot ha recibido el grado de subteniente y asignado al “invicto batallón de Barlovento para la aprobación del gobierno” y, de este modo, “se permita descargar así una deuda de la patria”.


3
...1810. La junta de Caracas no estaba a la altura de las circunstancias históricas, -conceptuaba Bolívar. En cambio, pensaba que la sociedad patriótica, fundada “para mejorar la agricultura y la industria del país”, podría ser empleada como órgano de educación y agitación política y revolucionaria y para criticar desde allí las flaquezas y titubeos del gobierno, y ejercer presión sobre éste para obligarlo literalmente a tomar decisiones más altivas y progresistas. Era urgente conseguir que el pueblo participara en las decisiones del gobierno. El temor y desprecio de la criollocracia mantuana hacia el pueblo raso, podrían ser inteligentemente capitalizadas por los españoles, como en efecto ocurriría en breve tiempo.
En la noche del 3 de julio de 1811, Simón Bolívar hizo uso de la palabra para refutar a los timoratos congresistas que acusaban a la Sociedad Patriótica de erigirse en otro congreso para dividir al pueblo. “No es que haya dos congresos –dijo Bolívar en tono beligerante. ¿Cómo fomentarían el cisma los que más conocen la necesidad de la unión? Lo que queremos es que esa unión sea efectiva para animarnos en la gloriosa empresa de nuestra libertad! ¡unirnos para reposar y dormir en los brazos de la apatía, ayer fue mengua, hoy es traición! Se discute en el Congreso Nacional lo que debiera estar decidido. Y ¿qué dicen? Que debemos comenzar con una confederación ¿Cómo si todos no estuviéramos confederados contra la tiranía extranjera! ¿Qué nos importa que España venda a Bonaparte sus esclavos, o que los conserve, si estamos resueltos a ser libres? ¿Estas dudas son tristes efectos de las antiguas cadenas! Que los grandes proyectos deben prepararse con calma. ¿Trescientos años de calma no bastan? ¿Se requieren otros trescientos años todavía?!

La atronadora acogida a sus palabras debió estremecer a Bolívar en éste, que era su primer discurso político. Seguidamente, y dirigiéndose a todos sus compañeros de la Sociedad Patriótica y a las barras, concluyó: “La Sociedad Patriótica respeta como debe al Congreso de la Nación; pero el Congreso debe oír a la Sociedad Patriótica, centro de luces y de todos los intereses revolucionarios. Pongamos sin temor la piedra fundamental de la libertad sudamericana! Vacilar es sucumbir. Propongo que una comisión del seno de este cuerpo lleve al soberano Congreso estos sentimientos”!
El odio, las enconadas rivalidades, el hábito del gamonalismo que les hacía identificar la noción de República con la de sus propios feudos, haciendas o aldeas, pasando a exigir el federalismo, llevó a la godarria provinciana a endilgarle a Bolívar el calificativo de caraqueño a manera de insulto. Entre tanto, ese pueblo raso, tan estúpidamente despreciado por los mantuanos, marchaba sobre la capital sin tomarse la molestia de hacer distinciones de ninguna naturaleza; para él, simplemente, Caracas era el reino de los “enemigos de Dios y del Rey”.

...El malestar de los comerciantes y de los partidarios del rey produjo, el 11 de julio de 1811, varias manifestaciones cuya finalidad era imprimir a la revolución un aspecto ridículo: frente a la multitud desfiló un grupo de comerciantes “montados en mulas y ataviados con yelmos de hojalata. Aclamaban al rey a la virgen María y anatematizaban a los traidores”.

El jueves santo, 26 de marzo de 1812, se produjo un terrible terremoto que destruyó a Caracas, donde hubo más de 10.000 muertos, y sacudió pavorosamente a La Guaira, San Felipe, Barquisimeto y Mérida, bajo cuyos escombros perecieron otras 10.000 personas. Curiosamente la tragedia se acentuó en estas ciudades que habían sido fortines patriotas. En Coro, Maracaibo y Angostura –centros adictos al rey de España- apenas sí se sintió con alguna fuerza. La gente, presa del pánico y alienada por las supercherías del clero godo, interpretó este fenómeno natural como la “ira de Dios” contra los herejes revolucionarios. La plebe oprimida, catequizada, ignorante, y algunos patriotas salieron a las calles donde los clérigos improvisaban altares, gritando sobre las ruinas de templos y edificios: “¡Misericordia, Rey Fernando!”, maldiciendo a los republicanos que habían abandonado la senda del “bien”. Cronistas que relataron el tremendo impacto que produjo entre las gentes el pavoroso siniestro, cuentan que muchos patriotas se dieron golpes de pecho y clamaban piedad al “Altísimo”, y que no fueron pocos los que, viviendo amancebados con su mujer, se hicieron administrar el matrimonio sacramentado.

Bolívar salió a la calle a contemplar el macabro espectáculo y se halló de pronto ante un fraile dominico que predicaba a la multitud consternada: “¡De rodillas, desgraciados! Ha llegado la hora de que os arrepintáis. El brazo de la justicia divina pesa sobre vuestras cabezas porque habéis insultado a la majestad del altísimo, el poder del más virtuoso de los monarcas, vuestro señor don Fernando VII...”! oyó la interpelación irónica que le hizo José Domingo Díaz, inescrupuloso partidario del rey: “¡Qué tal, Bolívar, parece que Dios y la naturaleza están del lado de los españoles!”. Más tardó Bolívar en escuchar esto que en saltar sobre el entarimado y, espada en mano, arrojar de éste al fraile, para afirmar a la muchedumbre horrorizada: “¡Si la naturaleza y el mismo Dios está en contra de nuestras aspiraciones, nosotros lucharemos contra ellos y los obligaremos a someterse a nuestra causa!”. Esta arenga “blasfema”, citada por algunos historiadores sin la palabra “Dios”, es fielmente tomada de Díaz en su libro “Recuerdos sobre la rebelión de Caracas”, editada en Madrid en 1829.


4
Semblanza o retrato de Bolívar por O´leary
“Bolívar tenía la frente alta, pero no muy ancha, y surcada de arrugas desde temprana edad, indicio de pensador. Pobladas y bien formadas cejas. Los ojos negros, vivos y penetrantes. La nariz larga y perfecta: tuvo en ella un pequeño lobanillo que le preocupó mucho, hasta que desapareció en 1820, dejando una señal casi imperceptible. Los pómulos salientes; las mejillas hundidas, desde que le conocí en 1818. La boca fea y los labios algo gruesos. La distancia de la nariz a la boca era notable. Los dientes blancos, uniformes y bellísimos, cuidábalos con esmero. Las orejas grandes, pero bien puestas. El pelo negro, fino y crespo; lo llevaba largo en los años de 1818 a 1821, en que empezó a encanecer, y desde entonces lo usó cortó. Las patillas y los bigotes rubios; se los afeitó por primera vez en el Potosí, en 1825. Su estatura era de 5 pies, seis pulgadas inglesas (1 metro y 67 y medio centímetros). Tenía el pecho angosto; el cuerpo delgado, las piernas sobre todo. La piel morena y algo áspera. Las manos y los pies pequeños y bien formados. Una mujer los habría envidiado. Su aspecto, cuando estaba de buen humor, era apacible, pero terrible cuando irritado; el cambio era increíble.

Bolívar tenía siempre buen apetito, pero sabía sufrir hambre como nadie. Aunque grande apreciador y conocedor de la buena cocina, comía con gusto los sencillos y primitivos manjares del llanero o del indio. Era muy sobrio; sus vinos favoritos eran graves y champaña; ni en la época en que más vino tomaba nunca le vi beber más de cuatro copas de aquel o dos de éste. Cuando se servía, llenaba él mismo las copas de los huéspedes que sentaba a su lado.

Hacía mucho ejercicio. No he conocido a nadie que soportase como él las fatigas. Después de una jornada que bastaría para rendir al hombre más robusto, le he visto trabajar cinco o seis horas, o bailar otras tantas, con aquella pasión que tenía por el baile. Dormía cinco o seis horas de las veinticuatro, en hamaca, en catre, sobre un cuero o envuelto en su capa, en el suelo y a campo raso, como pudiera hacerlo sobre la blanda pluma. Su sueño era tan ligero y su despertar tan pronto, que no a otra cosa debió la salvación de la vida en el Rincón de los Toros. En el alcance de la vista y en lo fino del oído no le aventajaban ni los llaneros. Era diestro en el manejo de las armas, y diestrísimo jinete, aunque no muy apuesto a caballo. Apasionado por los caballos, inspeccionaba personalmente su cuido, y, en campaña o en la ciudad, visitaba varias veces al día las caballerizas. Muy esmerado en su vestido y en extremo aseado, se bañaba todos los días y en las tierras calientes hasta tres veces al día. Prefería la vida del campo a la de la ciudad. Detestaba a los borrachos y a los jugadores; pero más que a estos a los chismosos y embusteros. Era tan leal y caballeroso, que no permitía que en su presencia se hablase mal de otros. La amistad era para él palabra sagrada. Confiado como nadie, si descubría engaño o falsía, no perdonaba al que de su confianza hubiese abusado.

Su generosidad rayaba en lo pródigo: No sólo daba cuanto tenía suyo, sino que se endeudaba para servir a los demás. Pródigo con lo propio, era casi mezquino con los caudales públicos. Pudo alguna vez dar oídos a la lisonja, pero le indignaba la adulación.

Hablaba mucho y bien; poseía el raro don de la conversación y gustaba de referir anécdotas de su vida pasada. Su estilo era florido y correcto; Sus discursos y sus escritos están llenos de imágenes atrevidas y originales. Sus proclamas son modelo de elocuencia militar. En sus oficios lucen, a par de la galanura del estilo, la claridad y la precisión: En las órdenes que comunicaba a sus tenientes no olvidaba ni los detalles más triviales: todo lo calculaba, todo lo preveía.

Tenía el don de la persuasión y sabía inspirar confianza a los demás. A estas cualidades se deben en gran parte, los asombrosos triunfos que obtuvo en circunstancias tan difíciles, que otro hombre sin esas dotes y sin su temple de alma se habría desalentado. Genio creador por excelencia, sacaba recursos de la nada. Grande siempre, éralo en mayor grado en la adversidad. “Bolívar derrotado era más temible que vencedor”, decían sus enemigos. Los reveses le hacían superior a sí mismo.

En el despacho de los negocios civiles, que nunca descuidó, ni aún en campaña, era tan hábil y tan listo como en los demás actos de su vida. Meciéndose en la hamaca o paseándose, las más veces a largos pasos, pues su natural inquietud no se avenía con el reposo; con los brazos cruzados, o asido el cuello de la casaca con la mano izquierda y el índice de la derecha sobre el labio superior, oía a su secretario leer la correspondencia oficial y el sinnúmero de memoriales y cartas particulares que le dirigían.

Leía mucho, a pesar del poco tiempo que sus ocupaciones le dejaban para la lectura. Escribía muy poco de su puño, sólo a los miembros de su familia o a algún amigo íntimo; pero al firmar lo que dictaba, casi siempre agregaba uno o dos renglones de su letra.

Hablaba y escribía francés correctamente, e italiano con bastante perfección; de inglés sabía poco, apenas lo suficiente para entender lo que leía. Conocía a fondo los clásicos griegos y latinos, que había estudiado, y los leía siempre con gusto en las buenas traducciones francesas.

Los ataques que la prensa dirigía contra él, le impresionaban en sumo grado y la calumnia le irritaba. Hombre público por más de veinte años, su naturaleza sensible no pudo nunca vencer esta susceptibilidad poco común en hombres colocados en puestos eminentes”.


5
La muerte de Bolívar y el júbilo de la oligarquía venezolana
La oligarquía de Venezuela miraba con ira al Libertador, pues ella necesitaba la impunidad de sus dolos... A esa clase social pertenecía Juan Antonio Gómez, gobernador de Maracaibo. Fue éste quien escribió al gobierno de Caracas, el 21 de enero de 1831, anunciando la muerte de Bolívar: ¡¡¡”Bolívar, el genio del mal, la tea de la discordia, o mejor diré, el opresor de su patria, ya dejó de existir. Su muerte, que en otras circunstancias y en tiempo del engaño pudo causar el luto y la pesadumbre de los colombianos, será hoy sin duda el más poderoso motivo de sus regocijos. Porque de ella dimana la paz y el avenimiento de todos. !Qué desengaño tan funesto para sus partidarios y qué lección tan imprevista a los ojos de todo el mundo, al ver y conocer la protección que por medio de éste suceso nos ha prestado el supremo Hacedor! Me congratulo con Usía con tan plausible noticia”!!!

El júbilo de la oligarquía venezolana fue, pues, indescriptible. Pero quizá debía guardar cierta compostura, y debido a ello tuvo que permitir que se decretara en mayo 9 de 1830 una ordenanza que calificaba a Bolívar como “el primero y mejor ciudadano de Colombia”. Pero los voceros de la oligarquía no se resignaron, y en obediencia a los dictados de su clase, hicieron un proyecto de ley, cuyo texto es el siguiente:

“1º. Que el año de 1813 fue proclamado Simón Bolívar Libertador de Venezuela...

“3º. Que por Ley de 17 de diciembre de 1819 se dispuso que la capital de la República llevaría su nombre

“4º. Que el 20 de junio de 1821 se le decretaron honores de triunfo, con motivo de la campaña del Perú

“5º. Que el 11 de febrero de 1825 se le decretaron también honores de triunfo con motivo de la campaña del Perú

“6º. Que por acuerdo del primero de marzo de 1825 de la municipalidad de esta ciudad se determinó la erección de una estatua ecuestre que representase a Bolívar.

“7º. Que por decreto del 9 de mayo de 1830 se declaró el primero y mejor ciudadano de Colombia...

“Y considerando:

“1º. Que éstos timbres de distinciones sólo los conceden los pueblos libres a las inminentes virtudes públicas ( siguen 8 considerandos)...

“Decretan:
“Artículo 1. Los títulos de honor y gloria que los cuerpos representativos de Venezuela consagraron a Simón Bolívar serán todos recogidos por el poder ejecutivo.

“Artículo 2. El mismo, con acuerdo de su consejo de gobierno, señalará, por un decreto particular, un día en que en medio de la plaza de armas se quemen todos esos monumentos de gloria concedidos a un hijo espurio (bastardo) que pretendió clavar el puñal parricida en el corazón de una madre amorosa.

“Artículo 3. Se tendrá por aciago en la República el 17 de diciembre de 1830 en que murió naturalmente Bolívar, ¡cuando debió suceder de una manera ejemplar!”, etc, etc.

La publicación –escribe Hispano- de éste pavoroso documento, tiene este pie de imprenta: “Caracas, imprenta de Tomás Antero, 1833”, del cual existe un ejemplar en la biblioteca nacional de Bogotá.

6
La entrada de Bolívar a Bogotá luego de la batalla del Puente de Boyacá
Estando en camino hacia Bogotá, Bolívar determinó desprenderse de su ejército y, seguido por una pequeña escolta, apuró el paso para impedir que la capital fuese presa de la anarquía. Descamisado y sudoroso, con la deshilachada chaqueta aferrada a sus huesos, el Libertador entró a Bogotá el día 10 de agosto a las 5 de la tarde. Hermógenes Maza, quien había asumido el control de la ciudad, observó que un jinete a galope tendido se acercaba por el norte al umbral de la ciudad y, pensando que se trataba de un fugitivo español, acometió lanza en ristre en pos de ese jinete:

“¡Alto! ¿Quién vive?” –le gritó Maza al jinete.

Bolívar, quien lo había reconocido, no prestó atención a su llamado. Maza aceleró el paso y al ponerse a pocos metros del Libertador, le repitió una vez más:

“¡Alto! ¿Quién vive?”

-“¡No sea pendejo!”, le contestó Bolívar y, como cita Gómez Vergara: “Maza lo identifica al instante... Casi se cae del caballo... Y sin pensarlo dos veces, exclama como enajenado: “¡el Libertador Bolívar...! ¡Aquí está...! ¡Ha llegado solo...! ¡Viva el Libertador y Padre de la Patria...!” Las gentes que presencian la escena, acuden como electrizadas para verlo, conocerlo, rodearlo, exaltarlo y casi asfixiarlo entre aclamaciones y abrazos... Algo inenarrable, grandioso, jamás soñado”. Cuenta Groot que la gente, al enterarse de que el Libertador era aquel jinete descarnado, manifestó su júbilo con vítores y lágrimas: hombres, mujeres, niños y ancianos, corrían a abrazarlo, a tocarlo, a rozarle su chaqueta, sin saber cómo expresar su gratitud. Una señora, relata José Segundo Peña, se sujetó fuertemente a la pierna derecha del Libertador y le dijo: “¡Dios te bendiga, fantasma!” y éste se sonrió emocionado y le ofreció su brazo victorioso.

Uno de esos oportunistas que no han de faltar en ninguna parte, “patriotas de última hora”, como certeramente definiera Cordoves Moure, se acercó a Bolívar en medio de la multitud y con ínfulas de tribuno le echó un discurso zalamero y rimbombante, en el que comparaba al Libertador con todos los héroes y guerreros de la historia de la humanidad. Bolívar odiaba a los sujetos serviles y contestó secamente al presuntuoso parlanchín: “Gran y noble orador, yo no soy el héroe que habéis pintado. Emuladlo y os admiraré. Desde ese momento el Libertador contó con un nuevo y rencoroso enemigo para toda la vida: Vicente Azuero.

Bolívar llegó a la plaza principal y con rápidas zancadas ingresó a la casa de gobierno, donde estaban esperándole las personalidades de la ciudad. “Yo estuve presente –escribió Pablo Carrasquilla- cuando llegó el Libertador a Palacio. Desmontó con agilidad y subió con rapidez la escalera. Su memoria era felicísima, pues saludaba con su nombre y apellido a todas las personas que había conocido en 1814. Sus movimientos eran airosos y desenfadados... Tenía la piel tostada por el sol de los Llanos, la cabeza bien modelada y poblada de cabellos negros, ensortijados. Los ojos negros, penetrantes, y de una movilidad eléctrica. Sus preguntas y respuestas eran rápidas, concisas, claras y lógicas. Se informaba sobre los pormenores del suplicio del doctor Camilo Torres y el de don Manuel Bernardo Alvarez. De este último dijo que él le había pronosticado, el año 14, que sería fusilado por los españoles. Su inquietud y movilidad eran extraordinarias. Cuando hablaba o preguntaba, cogía con las dos manos la solapa; cuando escuchaba a alguien, cruzaba los brazos.

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