Atraviesas la eternidad con un hueso de caballo,
incendiando el abismo como si fuese el abanico
de una vieja diosa.
Corre el tiempo,
el agua verde entre tus piernas de coloso,
como la flor indígena de la metáfora
o el lienzo
manchado
sobre la cara
de Cristo,
seco como tú, magro, arando en el mar,
arando.
Capitán, macho de amarguras, ¿en qué oscura
caja reventó tu sueño
entre el gusano y el oro del atardecer americano?
Como en las lúgubres consejas
o en las leyendas de los reinos perdidos,
entraron las grullas en la noche,
y traidores
vestidos de luto
encendieron sus velas amarillas.
Y tú, aterradoramente pálido,
aterradoramente embrujado, (¡América! ¡Oh América!),
rodeado de rameras y blancas moscas salvajes,
de generales leprosos
y enanos
de largas trenzas.
Sobre el Chimborazo,
donde el Tiempo duerme en su silla de ópalo
petrificado,
echaste una vez tu cuerpo diminuto de gran soldado de América,
forjado en hornos
en tumbas abiertas,
en inocultables sollozos.
Te mojó el tiempo, te golpeó con su barba de madera fría.
Un follaje glacial cubría tu rostro de alucinado,
por el que bajaban piedras,
tormentas,
galerías,
ciudades quemadas,
pueblos que lloran como barcos perdidos.
Yo te comparo a la sal, a la locura,
a los poetas, a los grandes hechizados,
a los que iluminan la razón de cadalsos y mariposa.
Te comparo a la noche, terrible madre del día,
a un cristal que se quiebra en medio de la asamblea,
o a un cielo de trigo en que yace
una mujer
con la cabeza incendiada.
Recuerdo tus ojos de idólatra,
jurando por la carme humillada del hombre americano,
juramentos enormes como pájaros
de neblina
sobre el Monte Sacro.
Y junto a ti, Simón, el Viejo,
monumental, huracanado, mercancía
exiliada en medio de la aurora, escoria de oro,
inventando otros escalofríos,
gárgolas de pecho humano entre la lava errabunda y las adivinaciones.
Jaguares melancólicos devoraron tu corazón
como el neblí al astro ilu-
minado,
arrastrando catafalcos, firmamentos desaparecidos,
agitando un cascabel de miseria,
un plato
de sangre
ante los propios ojos.
Envueltos en trapos escarlatas
nuestros hijos,
;MALDITOS!
gritan, malditos desde el fondo
de la tierra, desde el fondo del aire.
Cabezas Negras, rufianes coronados
hoy transformados en radiantes verdugos.
Bajo el terciopelo
que os cubre sois los mismos,
el mismo belfo, la misma pedrería despiadada,
fríos como montura de muerto;
pero una Sombra,
una irascible,
estremecida,
fulgurante sombra
caerá sobre vuestro delirio, como el ojo de Dios sobre el aceite negro,
en tanto
las aves de la tempestad
alumbran la eternidad anunciando un inmarcesible nombre.
Eres tú, Capitán.
¡Estás despierto!
Despierto
sobre el pantano como la pantera en la estepa amarilla.
¡Avanza
entonces sobre esta tierra mojada! y vuelve
a caminar de nuevo,
severo,
insaciable,
saliendo de tu escritura
como una lágrima del tiempo antepasado.
¡Despierta,
Capitán, despierta.
América te llora como una gran viuda apasionada.
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