miércoles, 1 de septiembre de 2010
Alexandra, la holandesa que milita en las FARC-EP
LA MUJER EN LA GUERRA Da gusto oirla cantar por ahi, siempre a media voz, en holandes, ingles o quizas en que lengua extranjera.
Por Gabriel Angel
Podría y debería hacer esta nota para referirme a todas y cada una de las guerrilleras de las FARC. O cuando menos, para narrar las experiencias de la mujer proletaria en el campo de la cruenta guerra que se libra actualmente en Colombia. Se lo merecen sin duda. ¡Qué muchachas tan valientes! ¡Qué prodigioso ejemplo de amor a su raza y a su pueblo!
Sin embargo, el espacio, el tiempo y las circunstancias no me lo permiten, así que voy a referirme a una sola de ellas, como un bello botón de muestra de lo que son y representan todas. El nombre podría escogerlo al azar, para evitar crear una heroína en particular. Pero voy a escribir a propósito sobre Alexandra, sólo por un pequeño detalle que la distingue un tanto de las otras. Es extranjera, europea para ser más exacto, nació en Holanda. Estudió allá Lenguas Romances, con énfasis en el Español, por cuyas prácticas vino a dar a Colombia, en donde por esas cosas de nuestra macondiana realidad, terminó haciendo parte de las filas de las FARC en el Bloque Oriental.
Alexandra ya fue objeto de la labor predadora de los servicios de inteligencia militar en conjunción con la gran prensa. Hacia mediados de 2007, en un asalto realizado por el Ejército al Frente Antonio Nariño, las tropas se apoderaron de su equipo de guerra, el cual ella no pudo sacar por obra de la sorpresa. Allí guardaba un cuaderno escolar, una especie de diario personal, en el que registraba, al igual que mucha gente en el mundo, sucesos de su vida, reflexiones serias, pensamientos alocados y temas así, para ser leídos y cotejados únicamente por ella. Los manuscritos, en lengua holandesa, fueron rápidamente traducidos al Castellano, con la característica mala fe que saben desplegar los militares colombianos ante ese tipo de oportunidades, y apenas como era de esperarse, los envenenados textos fueron empleados para difamar de las FARC en todo el orbe. Tal vez confiaban los generales, dada su enfermiza y distorsionada visión del movimiento revolucionario, en que las FARC caeríamos en su celada y nos desharíamos de la odiosa intrusa cuya presencia aquí los hiere tanto.
Todo cuanto se haya dicho y escrito sobre ella riñe por completo con la verdad. Alexandra, Holanda, como la llamamos con cariñoso deleite nosotros, es una combatiente más de las FARC, un guerrera que sabe pensar y hablar como los guerrilleros, disparar como ellos y trabajar hombro a hombro con cualquiera en la tarea que le sea asignada. Salvo su acento, nada la distingue de los demás. Sabe bien que no ganó la nacionalidad colombiana en los pasillos y ventanillas de la Cancillería, sino que la adquirió con justo derecho de un modo más noble, en las trincheras, con el fusil en guardia, luchando por el pueblo humilde de este país, sin esperar otra recompensa que la sonrisa de felicidad en el rostro de los niños pobres cuando las cosas cambien en un futuro. Es clara de que los soldados colombianos que combate, pese a que se pongan firmes al escuchar el Himno Nacional o al izar la bandera tricolor, no son más que mercenarios a sueldo, muñecos asesinos producidos en serie por las corporaciones transnacionales para que defiendan contra toda racionalidad sus intereses, criaturas lamentables del Pentágono.
Cuentan sus compañeros que cuando los bombardeos de fines de marzo de este año, una mañana fue enviada toda su escuadra a mover cierta carga de un lugar a otro, dejándola a ella sola al cuidado de los equipos. Llegada la hora de la repartición del almuerzo, Holanda bajo hasta la rancha, ubicada en una cañada a doscientos metros del filo donde su unidad se hallaba apostada, y con la ayuda de otro muchacho subió el almuerzo general. Después la vieron buscar con dedicación religiosa las vajillas de todos los integrantes de su escuadra, velar por recibirles sus alimentos y luego cuidar con celo que las moscas no fueran a pisotearlos. Mientras lo hacía, los helicópteros Arpía y los aviones Tucano revoloteaban el entorno del filo donde se hallaban ella y los suyos, liberando a cada momento sus mortíferas cargas de bombas y plomo.
Dicen que cuando ese tipo de tempestades de fuego azotan la montaña, las manadas de churucos, unos monos grandes de color oscuro y larga cola que parecen bulliciosos muñecos de peluche, huyen por los árboles hasta encontrar los campamentos guerrilleros. Ubicados en las ramas más altas, miran hacia la gente y se quedan completamente inmóviles, en el más penetrante de los silencios, como si supieran que siguiendo la disciplina de esos lejanos parientes en tierra, ninguno de esos rayos que caen del cielo será capaz de dañarlos.
Holanda también ha aprendido, en los siete años que lleva en las FARC, el enorme valor que tienen la solidaridad y la disciplina para conservar la vida. Una vez sobrevino la orden de evacuar el filo donde se hallaban, por causa del duro bombardeo desatado contra él, Alexandra se negaba a retirarse, para poder hacerle fuego desde ahí a los helicópteros. Cuando lo hizo, descendió a la cañada de la rancha y reclamó una pesada olla número 40, con la que corrió falda arriba hasta coronar el lomo del siguiente filo. Un gesto así, en medio de la balacera despedida por el Arpía y el rugido de los amenazantes bombarderos, sería de por sí digno de admiración. Qué tal si le agregamos que llevaba su pesado equipo a la espalda y su fusil preparado en la mano derecha. Esa es la verdadera Holanda. No la muchacha llorosa y arrepentida que pintaron los medios de Colombia.
Más sorprendente aún lo que me contaron otros. Una ráfaga del Arpía alcanzó a otro guerrillero por un costado y le brotó por el pecho. Ocurrió durante la retirada del segundo filo, después de un intenso intercambio de disparos que obligó al Ejército a desistir del desembarco planeado. Caía sobre la montaña un intenso aguacero de bombas y tiros. Alguno vio la inmensa tristeza que invadía el rostro de Holanda a los pies del guerrillero herido. De pronto corrió hacia un lado, se bajó el equipo de la espalda y procedió a desempacarlo en busca de un suero para aplicarle al muchacho agonizante. Cuando regresó a su lado, el enfermero le indicó que era demasiado tarde. Había muerto. Pese a ello, Alexandra insistía con voz conmovedora en que se lo aplicaran por si acaso. Todo eso bajo el implacable fuego enemigo.
Como el grupo en el que se retiró tras el bombardeo masivo de esa noche, tardó unas veinticuatro horas para reunirse con los demás, y nadie sabía con certeza qué había pasado con el resto del personal, comenzó a cundir el temor de que a Holanda le hubiera ocurrido algo. En voz baja circuló todo lo que le habían visto hacer durante el día y la noche anteriores. Algún pesimista llegó a reclamar con energía el derecho a destacar su heroico papel de combatiente internacionalista. Ganas de hablar no más. Holanda llegó al día siguiente con los demás que faltaban. Sonriente, alegre por lo vivido, tranquila y confiada en el porvenir.
Me gusta verla cuando los muchachos, por bromear, le lanzan alguna pulla para ver su reacción. Suele entornar los ojos de la graciosa manera en que lo hace Calvin, el diablillo ese de las tiras cómicas que vive su propio mundo con su tigrillo de felpa. Puede sonar a redundante afirmar que es una mujer bella. Domina con propiedad total el inglés, el castellano y el holandés. Y se defiende bien en francés, italiano y alemán. Sin embargo, ¡qué sorprendente resulta su modestia! Debe ser obra de su origen campesino, el cual la llena de orgullo. Claro, campesina de Holanda, con Internet, televisión satelital y telefonía celular en la granja, pese a lo cual su familia sufre la decisión del gobierno de su país de erradicar la pequeña propiedad campesina en beneficio de la gran agroindustria de exportación.
Es consciente de que para la oligarquía colombiana, ella no tiene nada qué hacer en las filas de las FARC. Pero no, sabe cuánto daño le practicó durante siglos Europa a la América Latina. Intenta con sus actos y su ejemplo, contribuir a saldar una enorme deuda histórica. Cosas que Uribe y sus herederos jamás serán capaces de entender. A ella poco le importa eso, prefiere trabajar por la revolución, sin aspavientos. Da gusto oírla cantar por ahí, siempre a media voz, en holandés, inglés o quizás en qué lengua extranjera. Su hermosa voz de soprano se va estirando en el aire compitiendo con el trinar de las aves. Gracias, Holanda, por estar aquí, con nosotros.
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Saludos, Camaradas. Lástima que mucho lumpemproletario ignore la valentía de vuestras filas. Saludos desde Guatemala. Atte. Andrés Turcios.
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