miércoles, 8 de septiembre de 2010
EL CERCO: CUENTOS DESDE LA MONTAÑA (Basado en la vida real)
Escrito por Jesus Santrich y Rodrigo Granda
(En memoria de Manuel Marulanda, padre y comandante de nuestra bolivariana causa comunera).
Cuando sintió el bostezo húmedo del amanecer, oculto entre el rastrojo asomó su vista hacia el oriente y descubrió entre su empenumbrada visión de alba y de neblina las titilaciones de un fogón de leña encendido.Al salir completamente de su tienda de campaña terminó de despertar cuando los puñales del viento atravesaron su cansado cuerpo de roble joven.
Un gemido de tripas hambrientas terminó de disipar el silencio adormitado del amanecer.
El sonido de las balas aun parecía estar allí, vivo, tempestuoso; pero no, tan solo era la huella fresca del recuerdo, que se hace mas nítida y se vuelve como un anuncio amenazante, que retorna inesperado cuando a la meditación de la alborada la invade ese tam tam del corazón que suele escucharse en los instantes en que la soledad conspira con el silencio y los temores.
Antes que preguntarle, al guardia del último turno le escrutó con la mirada inquiriéndole sin palabras sobre todo lo que habría que decirse en aquel momento de vilo…: “Es la casa de un campesino”, respondió ella con una voz casi imperceptible que más bien parecía una caricia de enamoramiento sin consumar; “desde las 04:10 prendieron el fogón...; la brisa trae un olor como a ganado de ordeño”, ella puntualizó mirando hacia lo lejos con los ojos delicadamente cerrados por un instante en el que su frente se levantaba suavemente para que su olfato siguiera buscando los esquivos olores del entorno.
El silencio de a lo lejos se sintió rasgarse por el aullido lastimero de un perro adulto que parecía traer la noticia del sol que despuntaba mostrando las siluetas de los árboles del patio de la casa. Fue entonces cuando los guerrilleros comenzaron a recoger sus cosas sin que aún nadie los llamara. Venían como de una agonía breve; estiraban sus huesos resucitando algunos de la última agotadora jornada en el que los persiguió la muerte sin darles la posibilidad del descanso… Como Efraín Guzmán, todos habían estado medio dormidos, medio despiertos, medio vivos, medio muertos…; pero todos, en últimas, aún dentro del rumbo del desfallecimiento; o, más bien, habitando las penumbras del despertar blandito. “Las cosas no están para menos” pensó Guzmán cuando, un poco tardíamente, el canto de los gallos también comenzó a asaltar aquel escabroso escondite de páramo inclemente, reconfirmándoles la presencia de la mañana con una piquería festiva de intensidades diversas…, unas más lejanas que otras; ninguna más próxima que el aullido del perro, pero en fin, cantos de gallos que se respondían los unos a los otros mostrando un hecho que bien podía interpretarse como bueno que como malo: “brotamos a una zona poblada”, se dijo Guzmán a si mismo, mientras soltaba las amarras de su casa de campaña con un sigilo que pretendía aniquilar cualquier ruido producido por el roce de aquella maniobra de envolver la carpa endurecida por el rocío que había sido congelado por la frialdad del amanecer. Podía haberla vuelto a armar sin necesidad de tensar las cuerdas…; hasta temió quebrarla, pero él, experto en esos menesteres, logró doblarla hasta reducirla a la expresión que le permitió introducirla sin apremios en el morral que reposaba a manera de cabecera sobre la pequeña explanada que había acondicionado con algunos frailejones y pastos de clima frío donde minutos antes soñaba, entre despierto, con los días pretéritos en que junto al Comandante Richard había combatido en la Cortina de Resistencia de Villarrica.
Todo parecía inmóvil, menos el despertar del amanecer con sus bucólicos sonidos de paraje habitado. Ahora eran los ojos de todos los que seguían escudriñando en el moreno cuerpo de la alborada mientras el guardia verificaba que los extenuados combatientes estuviesen ya en pie y con los equipos de guerra en primer grado de alistamiento. “Son las cuatro y cincuenta” iba repitiendo de caleta en caleta con su voz delgada y apropiadamente tenue como para ser sólo escuchada en la intimidad del dormir intranquilo de cada uno de sus destinatarios. A él sólo tuvo que sonreírle entre la penumbra mientras apretó su mano rústica en la que encontró el calor suficiente que la hizo sentirse en el paraíso… Pero hubo un sobresalto de escalofrío cuando una ráfaga penetró en los pulmones de uno de los combatientes que estaba más hacia el umbral que separaba los rastrojos del potrero, con precisión tal que le hizo levantar su tono de voz al nivel de un murmullo casi peligroso: “¡café!..., ¡café!”; “¡huele a café caliente!”, dijo el guerrillero, como arrebatado por el duende del deseo por tantos días reprimido.
Entonces, la voz del jefe, más leve, pero firme y convincente, lanzó una interjección que llamó al silencio y consecutivamente expresó: “no se emocione camarada”. Enseguida, pasando una mirada por sobre cada quien expresó en tono de orden perentoria: “todos, tomen sus posiciones y estén alertas hasta que claree un poco más”. Habiendo dicho esto y ubicado al personal con unos cuantos gestos y señales, Manuel Marulanda llamó a Guzmán un poco aparte para dialogar con él como en privado; Guzmán había terminado de cerrar la última correa de su equipo y acababa de colocar la carpa de marcha encima de si mismo cuando avanzó dos pasos para escuchar más de cerca al comandante, quien tenía una hora de estar sentado al pie de una mata de rucio contemplando el panorama: “parece que rompimos el cerco…”, le escuchó decir con tono de certeza. “Pero no nos confiemos”, puntualizó y continuó dándole orientaciones a Guzmán para que procediera a explorar un acceso seguro hasta la casa tomando las previsiones que ameritaba la situación difícil que hasta el día anterior habían vivido.
“Vaya con la muchacha”, le dijo poniéndose de pie con el fusil en la mano agregando: “yo quedo en guardia mientras usted regresa y me dice por dónde nos podemos salir sin dar visaje”.
Treinta y dos años después… En un campamento del Caribe enclavado en el lomo de los Andes, Guzmán rememoraba aquellos días de la Operación Sonora. De manera súbita vino a su mente otra vez, la imagen del Comandante y aquella caricia de la voz de ella que ya un poco fuera de la zozobra, pronto se convirtió en pasión de trincheras y de sueños.
En el calor de la rancha de un campamento del Frente 41, en la mayor madurez de su más de medio siglo de vida, a Efraín Guzmán se le escapó decir que ella había sido una muchacha preciosa en su valentía y en sus convicciones: “la siembra guerrillera – decía mientras bebía un poco de café caliente – es cosa de hombres y mujeres por igual; sin ellas sería imposible cualquier causa, cualquier rebeldía…; ellas en la guerra y en la paz son como la ratificación de la necesidad del amor; son el arrojo mismo para el asalto de los cielos”. Hablaba como si el olor a café, el mismo olor en ráfagas del pasado, ahora ahí, calientito en el lomo del Perijá, fuera “la llave que abría la puerta de las evocaciones”.
Evidentemente, ella siempre estuvo tan presente como el mejor de los recuerdos, pero no quiso decir su nombre porque “cada guerrillera es como la evidencia que nos muestra la posibilidad cierta de la victoria y el amor se le merece a todas”, puntualizó con su mirada fija en ese horizonte que también tienen los tiempos pretéritos.
"El camarada Manuel – continuó diciendo Guzmán mientras se incorporaba poniendo acento sobrio a sus maneras – se pasó gran parte de los años que siguieron a la muerte de Ciro Trujillo en busca de formulaciones que permitieran reponernos de los golpes sufridos por los desaciertos que se cometieron entre la Segunda y la Tercera Conferencia. Él estaba seguro que las fallas no estaban en los planteamientos de la Dirección sino en la aplicación de prácticas que los contradecían...: “Había que superar las dañinas prácticas liberales asumiendo el ejercicio de la movilidad y la clandestinidad”, nos decía el camarada, comentó Guzmán con énfasis en cada palabra y en sus gestos.
Con todo el empeño que le habían puesto a la realización de los Planes de la Tercera y la Cuarta Conferencia aún no se lograba alcanzar el nivel que tuvo el pequeño naciente ejército bolivariano para los días de la Conferencia Constitutiva del 66; con el inconveniente además de la existencia de aquella equivocada idea de que era imposible operar en la Cordillera Central.
Era día 13 de octubre, coincidencialmente. Octubre 13 del 2005, un día después de lo que ahora llamaban no el día de la raza, sino el de la resistencia indígena. Era un día como aquel en que se había desatado en firme la Operación de exterminio, u otro de los tantos “fin del fin de la FARC” que anunciaron en incontables ocasiones desde los días mismos de la agresión sobre Marquetalia. Sí, un día como aquel, pero diferente. El continente estaba cambiando, un espíritu de conmociones comenzaba a estremecer a Nuestra América; y, ahora, aquel pequeño ejército de Marulanda se extendía a lo largo y ancho de la Patria.
Guzmán, entonces, en el sopor de la tarde de invierno, ayudando a atizar el fogón, reflexionaba sobre lo poco bueno que era el laurel amarillo para hacer brasas: “esto prende muy bien la candela, pero no sirve mucho para hacer arepas; antes de darle la vuelta ya se han apagado las brasas…”, decía sonriendo. “No va a tener comida temprano compañera…”. “No, nooo, camarada – decía ella – si es que sólo me faltan cuatro para completar el total de la Compañía…”
Las voces de mando del Oficial de Servicio, se escucharon en el patio de formación ordenando a los guerrilleros pasar por el refrigerio de las 15:30. “Mire que ya tengo hasta el refrigerio listo”, continuó diciéndole mientras le estiró una ollita humeante de de agua de panela con un pedazo de queso tierno, que le sugirió se tomara antes de degustar el tinto que tenía montado en una pequeña olla tiznada que yacía sobre las pavesas arrullado por el fogaje que salía de la boca del horno incandescente.
“¿Le gusta el agua de panela con queso?”, le preguntó también un tanto distraída con dos guerrilleros que habían llegado a recoger lo que se serviría a los guerrilleros que en fila esperaban junto a la pasera.
Él recibió contestando que todavía no conocía guerrillero alguno “que le dijera que no a una delicia de esas”. Entonces, Guzmán, mirando lejos continuó diciendo: “no siempre uno puede comerse un manjar de estos…; la panela nos ha salvado de muchas malas horas…, y si es con queso, ¡mejor!”. Tomó el último sorbo de café de su pocillo de peltre y de inmediato, mirando la olla tiznada de las brasas, continuó con la bebida que le brindó la ranchera. Sin parar en su narración contó que “después que finalmente llegamos al sitio y constatamos la bondad del campesino, el camarada Manuel en persona lo hizo entrar en confianza y consiguió que nos guiara para salir del páramo. El buen hombre que vivía sólo en aquella humilde vivienda nos obsequió leche, queso y panela, la vital panela del guerrillero...”. Comieron como nunca y emprendieron luego la marcha por el Cañón del Loro en dirección hacia Tulúa en el Departamento del Valle.
Desde antes que sonara el primer golpe de hacha en la vivienda, Marulanda había tenido el pálpito de que el peligro había quedado rezagado en la maraña del desconcierto del burlado enemigo. Alguna señal tuvo que haber descubierto para dar la orden de consumir la última reserva de dulce que llevaban en los morrales, y que más que saciar el hambre llenó de tranquilidad a los guerrilleros. Todos sabían que si él no había ordenado guardar siquiera un cuarto de panela era porque sus cálculos indicaban que habíamos sorteado el operativo. Conocían bien al jefe, eran guerrilleros experimentados que sabían con certeza de las enormes destrezas de aquel que los seleccionara para efectuar aquella misión que había sido vista como un imposible por los dudadores, pero que Manuel Marulanda tenía la certeza de poder realizar con éxito. Quienes le seguían no tenían la menor duda sobre las apreciaciones del legendario marquetaliano.
Cuando en el perchero de la tarde el día colgaba su ropa de labores, la guerrilla de Manuel había emprendido la marcha por el Cañón del Loro. “Estaban comenzando a titilar las primeras luces de los mechones de los sencillos ranchos del sitio La Mesa y el bostezo de la madrugada expelía el olor del café lejano cuando el campesino guía del páramo de las últimas vicisitudes se despidió de nosotros dándonos a cada quien un abrazo de cariño”, expresó con cadencia de abuelo tierno el camarada Guzmán.
La marcha continuó sin prisa y sin zozobra. La experiencia estaba construida. El cerco había sido roto mostrando que era posible sembrar el proyecto guerrillero en cualquier parte de Colombia, incluso bajo las circunstancias adversas de la resonante Operación Sonora. La reconstrucción de inicios de los setenta resplandecía por sobre la oscura noche que prosiguió a la Segunda Conferencia. Retomar la Cordillera Central como escenario de operaciones para continuar el desarrollo del ejército revolucionario fue una decisión del propio Marulanda. Su acierto fue la clave para el desdoblamiento que permitió el despliegue de una fuerza bolivariana que por los tiempos en que ambos habían tomado el camino de la eternidad, el sueño de Bolívar abrazaba con su fuego emancipador el continente.
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http://www.youtube.com/watch?v=TrHBSt7uEJI
ResponderEliminarMais 25 dias e poderemos estar bem próximos.
abraço aos camaradas!
ronan.'.