LUCHANDO CONTRA EL FASCISMO DESDE TODAS LAS TRINCHERAS

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Canciones de Combate

lunes, 3 de enero de 2011

CON BOLÍVAR HASTA BOLÍVAR, O EL PATRIOTISMO DE UN CONTINENTE


JAIME TORRES BODET
Argentina

Yo he combatido por la libertad y
por la gloria; de consiguiente,
juzgarme de tirano y con
ignominia, es el complemento de
la pena.
Soldado por necesidad y por
inclinación, mi destino está
señalado en un campo o en
cuarteles. El bufete es para mí un
lugar de suplicio.
-BOLÍVAR

Cuando se piensa en las circunstancias que rodearon, cual las hadas pretéritas de los cuentos, la cuna del protagonista inmortal de América, se recibe la sensación de que los augurios depositados sobre esa cuna sólo anunciaban en realidad, una cosa cierta: la vida que ahí empezaba no tendría paz. Evoquemos la circunstancia a que he aludido: Por una parte, en lo familiar, un hogar donde la riqueza aseguraba la tradición y permitía el esparcimiento de la cultura; pero que, por la audacia con que la época se gozaba en modificar los canales de la cultura, inducía a alterar esa tradición.
Por otra parte, en lo nacional, una incertidumbre anterior al advenimiento político del Estado, un país que ignoraba su esencia como país y, encerrado en los muros de la Colonia, miraba en la ley extranjera una imposición, en la educación un automatismo de servidumbre, en sus recursos la fuente de sus temores, y en su pueblo el tormento de una conciencia que anhelaba poner en orden lo que esperaba y lo que sufría. Finalmente (y ya en dominios que no sé si calificar de intencionales, pues la palabra intencional no tenía entonces el valor que nosotros le atribuimos) un conjunto de masas, África, Asía, más perfiladas que definidas por el resplandor de los rayos que desde Europa atravesaban el cielo de un pensamiento del que iba a surgir la revolución.
Corazón de un continente Un niño nacido, como Bolívar, el 24 de julio de 1783, podría crecer inclinado hacia el sol de las monarquías desfallecientes. Seguir la causa del señorío crepuscular que, con la sangre, le transmitían sus precursores. O buscar, al contrario, en su propia fuerza, el sentido futuro de la República. Encontrar, en su propio dolor, el dolor del pueblo. Romper la estructura social que le proponía continuidad, conformismo y calma. Vencerse solo. Seguro entonces de su aptitud, vencer después a sus adversarios, de doctrina o de carne y hueso. Descubrir, en su alma, la voz de América. Sentir, dentro de su pecho, el corazón desnudo de un continente. Dar a ese continente un destino humano. Y saber que el destino de un nuevo mundo no puede ser sino el de ofrecerse a la libertad.
Ese el más duro y el más glorioso- fue el camino magnífico de bolívar. Camino que, de su América a nuestra América, hubo de conducirle por muchas patrias; camino que lo llevó a Roma como discípulo de Plutarco, a Londres como gestor de la independencia, a Kingston como profeta del hemisferio, a Angostura como legislador, a Boyacá como gran soldado, a Bogotá como Presidente y, por fin, cierto día, hasta Santa Marta, como espectador de su propia muerte, poeta de su agonía, y filósofo trágico de sí mismo.
A través de ciudades y de llanuras, entre volcanes y sobre volcanes y sobre riscos, aquel camino tomó la cordillera por pedestal, fustigó las tinieblas como un relámpago y, tras de despertar en mil partes mil voluntades, cesó de pronto, sin concluir. Porque no podemos afirmar que haya concluido una ruta que todavía estamos abriendo para llegar, con Bolívar, hasta Bolívar.
Presencia de Bolívar La sola enumeración de los sitios que visitó y las múltiples condiciones en que tuvo que visitarlos, nos revelan muy claramente la diversidad varonil de sus cualidades y la noble abundancia de sus presencias. Presencia, en México y en España, de viajero sentimental. Presencia del candidato a marqués en los salones de Carlos IV. Presencia de investigador de tormentas en el París inquietante del Primer Cónsul. Presencia de diplomático ante el Gabinete británico de 1810.
Presencia de vencedor hasta en los desastres. Y, en las victorias, presencia de desdeñoso de la victoria.
¿Qué virtudes americanas no exaltaron el ánimo de Bolívar? Y ¿qué alturas, de las que puede codiciar un americano, no acometió con bríos su intrepidez? Orador, militar, político y estadista, fue al par que Don Juan de la libertad, uno de sus mártires más ilustres. Porque, siendo su vocación la libertad, resultó su culto, su fe, su dogma. Y él, que la respetaba como un precepto, la difundió entre las sombras como una aurora y la anunció, entre los odios, como un perdón.
¡Bolívar, progenitor! Y no me refiero exclusivamente a esas hijas dilectas de su osadía, las naciones que arrancó de la esclavitud con la espada o con la palabra. Porque, en sus labios la palabra fulgía como una espada y, en sus manos, la espada se estremecía con el ardor de una imprecación. Me refiero, también, a esos otros pueblos que, por remotos, no recibieron de él la existencia misma; pero, a falta de paternidad que se lega en la sangre de las batallas o en la tinta de las constituciones, reconocen la paternidad de su ejemplo en la persistencia y lo adoptan como su guía, a él para quien América toda América- fue una sola pasión y un igual deber.
El hombre al que hubiera podido satisfacer el ser padre de patrias, sufrió de serlo. Le ufanaban los estandartes que repartía;pero le angustiaban las posibles rivalidades de esas banderas. Y, tras de dar libertad a muchas Repúblicas, comprendió que la dicha de esas repúblicas nunca se lograría sino merced a la asociación dentro del derecho, en la armonía de la justicia y por los beneficios recíprocos de la Unión.
Unidad en la libertad Esto fue lo que, desde su muerte, nos empeñamos en llamar “el sueño de Bolívar”. En nuestros afanes por obtener, cada país por su propio esfuerzo, la independencia, la vida y el bienestar, ¡qué lejos estábamos de advertir la posibilidad material de sus concepciones!
Utopía, sueño, quimera… Durante un siglo, esos fueron los nombres que mereció para muchos políticos realistas la unión de nuestras Repúblicas; porque, mientras cualquier cacique se asegurara un altar de vergüenza en la cobardía de los esclavos, el paladín de los triunfos y las desgracias, el que llegó a compararse con Don Quijote en la cima desierta de su amargura, no podía arrancar el criterio práctico sino, a lo sumo, el reconocimiento -¿indulgente?- de su capacidad como soñador.
Superando el escepticismo que muchos experimentan ante los poderes del espíritu, hemos aprendido por fin ¡a costa de cuántos sacrificios!- que la derrota no es, a menudo, sino la máscara que protege los rasgos de la victoria y que, entre la aptitud creadora y el entusiasmo no existe más diferencia que aquella que separa, en el litoral del espejo, a la figura y a la imagen. Hemos aprendido que Bolívar, según los señala Waldo Frank, “aun en su fracaso es el símbolo de la posible victoria de una nueva cultura humana”. Y hemos aprendido que, en América, su sueño significa el más positivo factor de todo intento de construcción.
“Lo mismo que a Colón dice el escrito norteamericano- a Bolívar le faltaba la herramienta para realizar su proyecto”. Así fue. Y así debió ser. Porque la síntesis de su genio no podía, contra la duración de su sola existencia endeble, completar una empresa que requería convertirse en paciente fruto de abnegación, madurado por muchas generaciones.
Paso a paso, nuestras Repúblicas hubieron de inventar los útiles adecuados para la fábrica que Bolívar, en un solo destello de inspiración, concibió en sus líneas fundamentales. La vida de relación en el Continente no tiene, desde entonces, mayor sentido. ¿Y los instrumentos jurídicos, políticos y económicos que hemos ido allegando a partir de la fundación de la “Unión Internacional de las Repúblicas Americanas”, qué otra cosa son sino la herramienta que nos permite labrar ahora, en la realidad de los hechos, las iniciativas del Libertador? Suyo fue, suyo será siempre, el sentimiento inicial a cuyo calor lograron desarrollarse los ideales del estadista. Y de él, siempre de él serán los principios que descubrió en la profundidad de ese patriotismo que fue tan suyo: el patriotismo de un Continente.
Oigámoslos con recogimiento, porque antes, ahora y despuésen ellos está el origen de la solidaridad de nuestras Repúblicas: “El nuevo mundo se constituirá en naciones independientes,
ligadas todas por una ley común, que fijase sus relaciones exteriores y les ofreciese el poder conservador de un congreso general y permanente”.
“El orden interno se conservaría intacto entre los diferentes Estados y dentro de cada uno de ellos”. “Un equilibrio perfecto se establecería en este verdadero nuevo orden de cosas”.
“La fuerza de todos concurriría al auxilio del que sufriese por parte del enemigo externo o de las facciones anárquicas”. “Ninguno sería débil respecto al otro: ninguno sería más fuerte”.
Mientras no alcancemos aquellas metas, dentro del patriotismo continental que, como una llama, le encendió para consumirle y le consumió por la misma razón que le iluminó, la obra de Bolívar seguirá entre nosotros como un testigo: acusándonos, si la interrumpimos, estimulándonos a perfeccionarla y aguardando el término que le demos con el trabajo de nuestras manos, con la honradez de nuestras mentes y con la persuasión de nuestra verdad.

La carta orgánica de América

Afortunadamente, asociadas por el esfuerzo de la ascensión, las Repúblicas americanas avizoran ya, en la distancia, la inmensidad de la tierra prometida. Aquella que, sin saber mantenerse fieles a su esperanza, será su tierra. La que el presentimiento bolivariano les destinó a fin de que, amándola y fecundándola, extrajeran de ella el caudal de una vida nueva, para una nueva humanidad, en un mundo nuevo. Hemos de dejar atrás los recelos, los egoísmos y los rencores. Y
sin tardanza, hemos de establecer, con respeto absoluto para la libertad de cada país, los últimos peldaños del entendimiento continental.
La Carta Orgánica de América que, a iniciativa de México, considerada con el espíritu más generoso por la totalidad de nuestras naciones, se ha de escribir en Bogotá-, marcará el principio de una era económica, social y cultural, propugnarán un ideal todavía más elevado: el de la paz permanente en una convivencia redimida de la enfermedad y de la miseria, del temor y de la ignorancia. Porque si, durante un siglo, nuestro fin ha sido la unidad de América, el fin de la unidad de América no puede ser otro que el bien y la dignidad del hombre, del hombre al servicio
del mundo, en un mundo al servicio del hombre.
Así lo pensó él, el batallador representado por esa estatua; el que, desde todas las estatuas que le han ofrecido el fervor de los pueblos de América, muere cien veces cada día para descender hasta el hombre que le contempla y que a lo largo de las aceras, busca refugio en los huecos oscuros de la ciudad. Y así lo piensa, también, el hombre de la calle, el que desde abajo lucha por sostenerlo, a fin de poder algún día subir hasta su grandeza, entrar dentro de su bronce y vivir y triunfar con él. A propósito del hombre que celebramos decía Rodó: “falta que subamos nosotros y que sobre nuestros hombros descuelle, junto a aquellas figuras universales que sólo parecen más altas porque están más altos que los nuestros los hombros de los pueblos que las levantan”. Y, adivinando acaso nuestro momento, añadía el autor de Ariel: “se acerca la plenitud de nuestros destinos y, con ella, la hora en que toda la verdad de Bolívar rebose sobre el mundo”.
El mundo sangra es cierto- por todas sus heridas, teme con todos los temores, llora con todas las lágrimas. Pero la conciencia de América está despierta. Y la luz de Bolívar rebosa sobre nosotros como la promesa inefable- de un día mejor.

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