Cómo lograr que los esclavos pensemos igual que nuestros amos
«Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época; o dicho de otro modo, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante. La clase que tiene a su disposición los medios para la producción material, dispone con ello, al mismo tiempo, de los medios para la producción espiritual, lo que hace que se le sometan, al propio tiempo, por término medio, las ideas de quienes carecen de los medios necesarios para producir espiritualmente. Las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideal de la relaciones materiales dominantes, las mismas relaciones materiales dominantes concebidas como ideas; por tanto, las relaciones que hacen de una determinada clase la clase dominante son también las que confieren el papel dominante a sus ideas» (Marx y Engels, La ideología alemana)
La internacional anticomunista
Durante la II Guerra Mundial se disuelve la Internacional Comunista e inmediatamente después, a imitación suya, durante la guerra fría, se crea una internacional anticomunista. Se devuelve el golpe, se imita un modelo. En esta nueva internacional, Estados Unidos, además de exportar capitales y armas nucleares, exporta ideología: libros, revistas, películas, música, pintura, etc. Esta exportación cultural recupera muchas de las iniciativas (y de las personas) que el Pacto Anti-komintern ya había experimentado; los nazis, los fascistas y los vichystas son reciclados para la defensa del mundo libre. Junto a ellos están los trotskistas, que son los que iniciaron la soez campaña ideológica contra la URSS y la II República española, verdaderos nudos centrales de esta ofensiva cultural.
Para contrarrestar la influencia soviética en Europa, Estados Unidos impulsó a finales de la II Guerra Mundial una vasta red de intoxicación propagandística especialmente dirigida contra la URSS, pero también contra la II República española. La CIA creó el Congreso para la Libertad de la Cultura, en el que participaron numerosos intelectuales europeos, entre los que destacaron Salvador de Madariaga, Julián Gorkin, Víctor Alba y George Orwell. Durante la guerra fría los imperialistas encargaron a estos -y otros- escritores a sueldo elaborar una ideología aceptable en Europa, tanto para la reacción pura y simple como para la izquierda anticomunista.
La idea esencial de esa propaganda era definida por la CIA como aquella en la que el sujeto se mueve en la dirección que uno desea por razones que cree son propias. Hay que lograr que el lector piense que lo que lee no se lo dicta otro sino que se le ha ocurrido a él mismo y que, además, es capaz de argumentarlo y razonarlo.
Los dos campos a intoxicar más importantes eran la Unión Soviética y la guerra civil española, los dos acontecimientos que en la primera mitad del siglo XX levantaron más entusiasmo en todo el mundo. Creo que todos se habrán dado ya cuenta: la URSS (=Stalin=gulag) y la II República española son ya un género literario en sí mismos cuyo parecido más próximo es la novela negra. Hay bibliotecas enteras sobre ambas cuestiones; son el género preferido de ese tipo de historiadores que no hacen ciencia sino éxitos de ventas. ¿A alguien se le ha ocurrido pensar por qué un libro sobre la desamortización no se vende y otro sobre las checas se agota en las librerías?
Europa era el centro entonces de la guerra fría y no son otros sino los imperialistas norteamericanos
los que crean el europeísmo, el primer esbozo de la Unión Europea que entonces se llamaba Europa occidental o, en palabras de la diplomacia estadounidense, los países Marshall.
Arruinada por la II Guerra Mundial, Europa sólo se sostenía en 1945 gracias a Estados Unidos. Para frenar el avance de los partidos comunistas los gobiernos estadounidenses aplican una política intervencionista apoyada en la CIA. Su campo de acción no es sólo el espionaje político, ni la OTAN, ni el Plan Marshall sino también la cultura. En la posguerra es la CIA quien reescribe la historia, la filosofía y casi podría decirse que hasta las partituras de música llegan de los despachos de Langley. Washington necesitaba apoyarse en los mejores expertos anticomunistas de las décadas anteriores. Recluta intelectuales, escritores, periodistas, artistas para elaborar un programa científico cuyo objetivo es la derrota ideológica del marxismo. Los supuestamente prestigiosos periódicos anticomunistas hubieran desaparecido rápidamente si no llega a ser por los subsidios de la CIA, que compraba miles de ejemplares para luego distribuirlos gratuitamente. Gracias al largo brazo del espionaje estadounidense, los intelectuales reaccionarios, los arrepentidos de izquierda, los renegados, los trotskistas y los anticomunistas en general obtuvieron a partir de 1945 los mayores éxitos editoriales: revistas, seminarios, programas de investigación, becas universitarias e intercambios académicos. Todo ello permitió que el espionaje estadounidense ejerciera un impacto de choque en los medios universitarios, culturales, periodísticos y artísticos. Muchos prestigiosos escritores, poetas, artistas y músicos proclamaban su independencia de la política, la neutralidad de la ciencia y defendían el arte por el arte (en realidad querían decir el arte por el dinero). A difrencia de la URSS, donde los intelectuales estaban sometidos al Partido Comunista, en el mundo libre los artistas y escritores debían permanecer al margen del compromiso -de cualquier compromiso- político.
En lugar de hablar de guerra sicológica, como Arthur Koestler, otro de los escribanos de la CIA en aquellos felices años, había gente más fina que prefería hablar de burbuja literaria para aludir a toda aquella sobredosis cultural. Jamás nunca nadie en la historia se había preocupado tanto por la cultura, por lograr que la gente leyera. Nunca se expusieron más revistas en los kioskos que entonces; se perseguía la captación de suscriptores y se vendían libros casa por casa: Enciclopedias, Selecciones del Reader's Digest, Círculo de Lectores... Fue realmente asombroso, la revolución cultural del imperialismo. La CIA promocionaba orquestas sinfónicas, exposiciones de arte, ballet, grupos de teatro y conocidos intérpretes de jazz y ópera para neutralizar el sentimiento antimperialista en Europa y generar aprecio por la cultura y por Estados Unidos. A la CIA le gustaba especialmente enviar artistas negros a Europa, sobre todo cantantes, escritores y músicos
-como Louis Armstrong- para diluir la hostilidad europea hacia las políticas racistas de Washington.
Había que reescribir la historia para vaciar la memoria revolucionaria del proletariado. Esto se llevó a cabo de muy diversas formas pero aquí nos interesa una de ellas: la intoxicación desde posiciones supuestamente revolucionarias. La peor cuña es la de la propia madera, dice el refrán. ¿Quién mejor para combatir a los comunistas que los antiguos comunistas? La vieja derecha reaccionaria estaba comprometida (y desacreditada) por sus relaciones con los fascistas. En Washington comprendieron que, para demoler a los sindicatos, los partidos comunistas y a los intelectuales opuestos a la OTAN, debían encontrar (o inventar) una izquierda democrática. Era indispensable utilizar el socialismo democrático como antídoto ante la radicalización de los pueblos surgida de la guerra y la crisis subsiguiente. En Europa había que impulsar una Non Communist Left Policy (política de izquierdas no comunista) y por eso recurrieron a los tránsfugas del comunismo.
Esto produjo una asombrosa paradoja: no se trataba de un rechazo de la revolución, de una crítica contrarrevolucionaria, sino todo lo contrario. Resultaba que en realidad los comunistas no somos revolucionarios sino contrarrevolucionarios. Los verdaderos revolucionarios son otros: los anarquistas, los trotskistas y todos los que se oponen al comunismo. La táctica de la CIA consistió en reclutar a los tránsfugas invirtiendo una parte de los fondos secretos en salvar revistas trotskistas, como Partisan Review y New Leader, de la quiebra. Esta fue una de la líneas de ataque del imperialismo en su estrategia de guerra sicológica a partir de 1945, fecha a partir de la cual dirigió y financió todo un movimiento intelectual de apariencia izquierdista para demostrar que en la Unión Soviética y en España la revolución había sido traicionada por los comunistas (precisamente).
Por ejemplo, el 20 de junio de 2003 el suplemento de libros de El País, Babelia, reseñaba la obra del chivato Orwell Homenaje a Cataluña diciendo que se trata de una obra sobre la traición, o lo que es lo mismo, sobre cómo los comunistas traicionamos a la revolución. Por supuesto, ellos, o sea, Orwell y El País, defienden la revolución...
Los trotskistas se lamentan de que nosotros les equiparamos a los fascistas, pero los hechos prueban que tanto en la URSS como durante la guerra civil española y posteriormente, esa luna de miel fue total: fascistas y trotskistas han ido siempre de la mano.
No obstante, los historiadores de la guerra fría olvidaron que, cuando transcurre el tiempo, ellos mismos se convierten en historia; ahora ellos son las cobayas y toca estudiar quién y cómo falsificó la historia. Aunque muy resumida, ésta es la historia de la falsificación de la historia.
James Burnham: el experto trotskista de la guerra fría
Después de estudiar en Princeton y Oxford, James Burnham (1905-1887) enseñó filosofía en la Universidad de Nueva York hasta 1953 junto con su colega Sidney Hook (1902-1989). Vivió en Francia en 1930, donde conoció la existencia de Marx. A su regreso creó la revista Symposium donde Sidney Hook publicó el ensayo Toward the Understanding of Karl Marx (Para comprender a Carlos Marx). En castellano también es asequible el libro de Hook La génesis del pensamiento filosófico de Marx. De Hegel a Feuerbach (publicado por Barral en Barcelona en 1974). Fue uno de los los primeros filósofos de la CIA especialistas en el pensamiento de Marx, es decir, en la tergiversación del pensamiento de Marx.
Burnham cambió el cristianismo por el trotskismo y tradujo al inglés la Historia de la revolución rusa de Trotski. En 1933, junto con su inseparable Sidney Hook, creó el Partido Socialista Obrero. Al año siguiente, su Partido se fusionó con otra organización trotskista, la Liga Comunista de América, para formar el Partido Socialista de los Trabajadores.
Burnham mantuvo una correspondencia regular con Trotski de quien llegó a ser portavoz en los círculos intelectuales estadounidenses. Participó en la IV Internacional y colaboró en publicaciones trotskistas como El Nuevo Militante, la Llamada Socialista, Marxist Quarterly y La Nueva Internacional. En 1938 empezó una dilatada colaboración con Partisan Review, otra revista seudoizquierdista.
Su camarada Sidney Hook fue quien organizó en Estados Unidos una parodia de tribunal, presidido por el filósofo anticomunista John Dewey, maestro de Hook, para exculpar a Trotski de todos los graves crímenes que le imputaba Stalin. Para ser más exactos, el tribunal se llamaba en realidad Comisión de investigación sobre la verdad de los procesos de Moscú. El veredicto fue contundente: el malo era Stalin y el bueno era Trotski. Desde entonces es lo que oimos por todas partes a todas horas. Desde entonces también Hook le cogió gusto a los tribunales y se especializó en manipulaciones diversas.
Por su parte, Burnham alcanzó la celebridad académica en 1941 cuando publicó The Managerial Revolution, que se convirtió en un éxito de ventas, cosa muy extraña en un libro supuestamente científico. En castellano se tituló La revolución de los directores y fue publicada por la Editorial Huemul en Buenos Aires en 1962.
El libro es un desarrollo de las tesis trotskistas acerca del proceso de degeneración burocrática supuestamente padecido por la URSS y demostraba algo que ahora todos sabemos por fin: que el stalinismo, el fascismo y el nazismo, son lo mismo, a saber, regímenes totalitarios. Ademásintroducía ya esos conceptos que nos resultan ahora tan familiares y que repetimos tantas veces al cabo del día: democracia, autoritarismo, totalitarismo. El problema es que Burnham se pasó de rosca e incluyó dentro del totalitarismo al New Deal de Roosvelt. Esto sólo afeaba un poco la idea porque en la posguerra era imprescindible que el Estado capitalista interviniera en la economía para evitar su total hundimiento, como se hizo en Bretton Woods. Por resumir: Burnham era un trotskista neoliberal (y a la inversa).
The Managerial Revolution fue la obra que inspiró a Orwell, que escribió sobre Burnham por lo menos tres artículos laudatorios (se pueden leer en inglés en el sitio web didicado a este confidente).
En 1943 Burnham continuó publicando otro libro, Los Maquiavélicos donde, también al estilo trotskista, considera que la historia la hacen pequeñas oligarquías, élites o conspiradores, no las masas. Es una secuela de los escritos de Nicolás Maquiavelo, Gaetano Mosca, Georges Sorel, Roberto Michels y Vilfredo Pareto sobre los expertos y la tecnocracia. En castellano fue traducido como Los Maquiavelistas: defensores de la libertad y fue publicado en Buenos Aires en 1953 por la editorial Emecé.
Al estallar la guerra mundial Burnham se opuso a la intervención en ella de Estados Unidos, hasta el ataque a Pearl Harbour. Entonces comenzó a colaborar con el espionaje en asuntos de intoxicación y guerra psicológica. En 1944 redactó un pronóstico sobre los objetivos soviéticos para la posguerra para la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS), el antecedente inmediato de la CIA. El análisis lo preparó para el séquito que acompañó a Roosvelt a la Conferencia de Yalta. Este estudio se incorporó luego a su primer libro sobre la guerra fría, The Struggle for the World, escrito en 1947. En él se fijan ya las claves imperialistas de la guerra fría: la oposición entre Occidente, cuyo legado hay que defender, y el comunismo, que es una tiranía asesina que debe ser aplastada. En castellano se tradujo con un título sugestivo: La lucha por el Imperio Mundial. En que se describe la táctica seguida y los resultados obtenidos por la infiltración comunista, y se discuten los métodos apropiados para contenerla. Fue publicada en Madrid en 1951 por la editorial Pegaso.
La publicación de este libro coincidió con el anuncio de la Doctrina Truman, esto es, el derecho de los imperialistas a intervenir incluso militarmente en todas las partes del mundo donde el capitalismo peligre ante los avances de la lucha popular.
El libro despertó el interés de la CIA recién creada. Recomendado por George Kennan, Burnham fue invitado a encabezar la división de Guerra Política y Psicológica de la Oficina de Coordinación de la Política (OPC), una de las ramas de la agencia de espionaje.
No obstante, Burnham criticó la doctrina de la contención de Kennan y se mostró partidario de una estrategia más agresiva contra la Unión Soviética. Para combatir a Kennan, en 1953 publicó Contención o Liberación proponiendo atacar militarmente la URSS con penetraciones aéreas en profundidad, 2.000 millas más allá de las fronteras para crear una zona liberada en Siberia. Otra de sus ideas era desatar una rebelión en el Cáucaso apoyándose en la población musulmana de la región. Para ganar la guerra de Vietnam propuso utilizar armas biológicas y químicas, y para impermeabilizar a Vietnam del sur de Vietnam del norte, crear una barrera radiactiva con polvo de cobalto en la frontera.
Aquí Burnham ya no era nada neoliberal sino abiertamente intervencionista y hay que explicar las razones de esta contradicción. Resulta que en los años 40 Burnham era socio Alfred Kohlberg, importador de textiles chinos y principal operador del lobby chino en Washington (Ross Y. Koen: El lobby chino en la política americana, Nueva York, Harper and Row, 1974). La revolución china les fastidió el negocio a ambos en 1949. No nos extraña que rabiaran...
En marzo de 1949, en Nueva York, una serie de personalidades políticas e intelectuales trataron de organizar una conferencia por la paz mundial en el hotel Waldorf Astoria. Pero el hotel estaba bajo el control de la CIA que instaló su cuartel general secreto en el décimo piso. Allí Sidney Hook recibió en secreto a algunos periodistas a quienes les explicó su estrategia para reventar el acto por la paz: interceptar el correo del Waldorf y difundir falsos comunicados. Hook dirigió a su equipo de provocadores, confidentes y manipuladores, que redactaron panfletos y sembraron el caos en las mesas redondas de debate al más puro estilo trotskista. Simultáneamente, fuera del hotel, decenas de militantes trotskistas y de extrema derecha desfilaban con pancartas metiendo ruido. El sabotaje fue un éxito total; la conferencia fracasó (y la paz también).
Otra de las aportaciones de Burnham a la CIA fue la creación del Congreso para la Libertad de la Cultura, en compañía de su inseparable camarada Sidney Hook. En este Congreso ocupó cargos importantes hasta fines de los años 60 junto con otros trotskistas como Max Eastman, aquel que empezó haciendo negocios en 1924 vendiendo el supuesto testamento de Lenin al New York Times.
A finales de los 50 Burnham fue uno de los expertos consultados por la CIA para derribar a Mosaddeq en Irán (no era comunista pero tuvo la mala idea de nacionalizar el petróleo, o sea que para la CIA es como si lo fuera).
Un detalle habla elocuentemente de Burnham: era tan reaccionario que fue uno de los pocos intelectuales que no criticó al senador McCarthy por la caza de brujas, e incluso dimitió de la redacción de Partisan Review a causa de ello. Sus amigos liberales de la guerra fría lo abandonaron. En este ambiente de delación, incluso Hook fue más sutil apoyando disimuladamente a McCarthy pero estimulando, a la vez, el espionaje y la delación de funcionarios, intelectuales y políticos cercanos a los comunistas. Por ejemplo, decía Hook, no se puede ser profesor y comunista a la vez, por lo que todos los maestros comunistas debían ser expulsados de las escuelas (no vaya a ser que alguien aprenda algo diferente a lo que ellos se esfuerzan en enseñarnos).
Burnham fue de los primeros europeístas y promovió la creación de una Federación europea, eso sí, siempre bajo el auspicio de Estados Unidos, porque si hay algo claro en sus escritos es que nadie como él apeló siempre a la hegemonía norteamericana y su control omnímodo sobre todo el mundo. En política interior favoreció siempre las posiciones republicanas de Nelson Rockefeller y apoyó a Henri Kissinger y Robert McNamara, aunque hubiera que dar un golpe de Estado en Chile o bombardear Vietnam con napalm.
Fue siempre un estrecho colaborador de los directores de la CIA William Casey y George Bush padre en todos los montajes imperialistas contra la Unión Soviética. Tuvo un destacado papel en el reciclaje de los nazis para Estados Unidos y por ello fue condecorado por Ronald Reagan, lo mismo que Hook. Justificó la utilización de criminales de guerra nazis ya que -según Burnham- se trataba de auténticos combatientes por la libertad.
Algunas otras obras de Burnham traducidas al castellano, que todos conocemos de memoria
(aunque nunca hayamos oido hablar de ellas):
— La inevitable derrota del comunismo, Emecé, Buenos Aires, 1950
— Táctica de la subversión, Editorial Guillermo Kraft, Buenos Aires, 1955
— La encrucijada de la política occidental, un libro colectivo con una nota preliminar de Fraga Iribarne y artículos de Barry Goldwater, Gerhart Niemeyer y Frank S.Meyer, publicada por el Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1967
A pesar de todo, los trotskistas de Marxist Internet Archive aseguran que Burnham es marxista y lo incluyen en su nómina (y es que para algunos, como en las películas de Hollywood, todo el mundo es maravilloso):
[http://www.marxists.org/history/etol/writers/burnham/]
La fábrica de mentiras: el Congreso para la Libertad de la
Cultura
La criatura de Burnham, el Congreso para la Libertad de la Cultura, constituyó la punta de lanza de la diplomacia cultural imperialista de la posguerra. Surgido en junio de 1950 en Berlín en la zona de ocupación estadounidense, su conferencia inaugural incluyó a Bertrand Russell, John Dewey, Benedetto Croce, Karl Jaspers, Jacques Maritain, Herbert Read, A. J. Ayer, Ignazio Silone, y Arthur M. Schlesinger. Su secretario general fue Melvin Lasky (1920-2004), un joven y ambicioso periodista neoyorquino que residía en Alemania desde finales de la guerra. Lasky pasó luego a ser redactor jefe de Der Monat (El mes), una revista creada en 1947 con el apoyo de la Oficina del Gobierno Militar de Estados Unidos y particularmente del general Lucius Clay, procónsul de la zona de ocupación estadounidense en Alemania y, a la vez, administrador del dinero del Plan Marshall.
El Congreso fue totalmente financiado por la CIA, casi siempre a través de fundaciones con objetivos no lucrativos y culturales (Farfield, Ford, Rockefeller, Kaplan y otras). Oficialmente operaba bajo las órdenes de Michael Josselson, antiguo miembro de la OSS transferido a la CIA en
1948. Josselson (que seguía siendo un agente secreto) presidió el comité estadounidense del
Congreso desde su misma fundación.
Incorporado a la CIA en 1950, Thomas Braden, encargado de organizar la División Internacional de Oposición al Comunismo, confirmó la financiación oculta del Congreso para la Libertad de la Cultura en un artículo publicado en la revista Ramparts el 20 de mayo de 1967 con título esclarecedor: Estoy orgulloso de que la CIA sea amoral. Braden había sido el subordinado del jefe de la OSS en Europa, y más tarde responsable de la CIA (antes de convertirse en jefe supremo de ésta, durante el gobierno de Eisenhower), Allen Dulles, hermano y socio de John Foster, de la Dulles, Sullivan and Cromwell, el más importante gabinete estadounidense de negocios internacionales, ligado a las finanzas nazis (como ya hemos expuesto).
Después de haber dirigido, bajo el control directo de Dulles, el Congreso para la Libertad de la Cultura, Braden reivindicaba en el Saturday Evening Post varias amoralidades de la CIA, en particular, sus iniciativas culturales (Encounter, New Leader, Partisan Review) y la escisión de Force Ouvrière de la CGT francesa. En 1952 el jefe del imperio Time-Life, Henry Luce, a través de Daniel Bell, transfirió 10.000 dólares para que Partisan Review no desapareciera y New Leader, dirigida por Sol Levitas, también fue salvada del cierre tras la intervención financiera de Braden, que no se andaba con rodeos: en la entrevista reconocía que un agente nuestro se había convertido en director de la revista Encounter y que en 1953 estábamos operando o influenciando en organizaciones internacionales en todos los terrenos.
Apoyado por un grupo de trabajo, Melvin Lasky agrupó a intelectuales y periodistas en una única internacional anticomunista. El grupo de trabajo incluía a personalidades francesas como el socialfascista francés Léon Blum, escritores como André Gide y François Mauriac y profesores universitarios como Raymond Aron. Pero siempre estuvo estrechamente controlado por intelectuales estadounidenses, en su mayoría trotskistas neoyorquinos como el mencionado Sol Levitas y Elliot Cohen, fundador de Commentary, así como por partidarios de la Europa Federal (Altiero Spinelli, Denis de Rougemont).
Si del otro lado del Atlántico el Plan Marshall traía el dinero y la OTAN los misiles, también era necesario acarrear desde allá las ideas de los imperialistas estadounidenses. La vieja Europa había gastado todos sus argumentos culturales e ideológicos y había que traducir del inglés los libros, doblar las películas y organizar las exposiciones. Otro intelectual neoyorquino, Daniel Bell, es quien otorga los créditos de investigación y becas de estudio en Estados Unidos a jóvenes estudiantes europeos a cambio de su colaboración en la lucha anticomunista. Autor de The end ofideology (El fin de la ideología), obra publicada en 1960, Bell apenas puede disimular que sigue la onda corta de Burnham hasta en los pequeños detalles. En Francia Georges Friedmann regurgita las tesis de Bell. Para no cansar: en España el ministro franquista de Obras Públicas Gonzalo Fernández de la Mora (luego fundador del PP) reescribe poco después algo nada original: El crepúsculo de las ideologías.
Parece claro: el crepúsculo de las ideologías es otra ideología. En todos los países capitalistas las mismas ideas se repiten una y otra vez al estilo de Goebbels como fotocopias y, al final, casi ni nos damos cuenta de dónde estuvo el primer manantial.
Si Laski tenía Der Monat en Berlín, los intelectuales franceses tenían Preuves (Pruebas) en París, fundada en marzo de 1951, otro ejemplo de revista anticomunista bajo la batuta del Congreso para la Libertad de la Cultura. En París se crea el Centro de Estudios Sociológicos, una de las oficinas de reclutamiento del Congreso. En la capital francesa el Congreso editaba también unos Cuadernos en los que pueden verse reunidos a sus colaboradores. Por ejemplo, en el número 50 de julio de 1961, titulado El sentido de la historia, colaboran el filósofo alemán Karl Jaspers y el trotskista español Pere Pagès (alias Víctor Alba), militante del POUM y experto en intoxicación sobre la guerra civil española. El suplemento del número 45 (noviembre-diciembre de 1960) se titula Democracia, nacionalismo y militarismo y entre los articulistas aparecen George Kennan, Salvador de Madariga y Denis de Rougemont.
En 1965 la Editorial Sur publica en Buenos Aires una selección de los artículos aparecidos en los doce años de existencia de la revista con el título Expresión del pensamiento contemporáneo, y la participación de los mismos mercenarios de siempre: Víctor Alba, Raymond Aron, Francisco Ayala,... Es la misma sopa: trotskistas y neoliberales (y a la inversa).
La guerra sicológica en España
Resulta imposible entrar en detalle con todos y cada uno de los protagonistas hispanos de las mentiras científicas del imperialismo. Nos ceñiremos aquí a un personaje siniestro que puso su militancia trotskista al servicio del imperialismo: Julián Gómez García-Ribera, alias Julián Gorkin (1901-1987), uno de esos típicos intelectuales renegados con una infinita capacidad para rellenar folios en blanco, y más aún aún para publicarlos.
Expulsado del PCE en 1929, se trasladó a vivir a París en compañía de Jacques Doriot (1898-1945), otro renegado del PCF que se había puesto al servicio de la patronal francesa ya antes de su expulsión, como se puso luego al servicio de los vichystas, para acabar muriendo en Alemania luchando contra el Ejército soviético vestido con el uniforme de las SS.
Narrando sus andanzas en París, Gorkin escribió una novela significativamente titulada Días de bohemia. Para él no existió el duro exilio del proletario sino la juerga nocturna parisina... ¿Con qué dinero?
Regresa a España, se integra en el POUM y forma parte de la quinta columna trotskista durante la guerra civil; sale otra vez de España y comienza a trabajar para la CIA infiltrándose entre los exiliados. En México fundó Ediciones Libres con su camarada Bartomeu Costa-Amic y varios mexicanos, donde publicó Retrato de Stalin de Víctor Serge. Más adelante, impulsó Publicaciones Panamericanas con el dinero de los hermanos Kluger, judíos de origen polaco. A mediados de 1941, crea Ediciones Quetzal, una editorial bilingüe hispano-francesa financiada por un grupo de capitalistas franceses establecidos en México y otros mexicanos que vivían en Francia.
Bajo su disfraz izquierdista actuaba encubiertamente para el imperialismo, que le financió conferencias por todo América Latina, así como la publicación de artículos periodísticos y libros, editados legalmente por la España franquista. Los aparatos de propaganda del régimen se lanzaron adifundir los libros de Gorkin y otros auténticos revolucionarios en donde el PCE aparecía –igual que Stalin- como un monstruo sediento de sangre. Veamos parte de esa bibliografía, y llamamos la atención no solamente sobre los truculentos títulos sino también sobre las fechas de edición:
— Caníbales políticos. Hitler y Stalin en España, 1941
— con el general L.A.Sanchez Salazar: Así asesinaron a Trotski, Pacífico, Santiago de Chile, 1950
— De Lenin a Malenkov. ¿Coexistencia o guerra permanente?. El destino del siglo XX, Pacífico, Santiago de Chile, 1954
— Cómo asesinó Stalin a Trotsky, Editorial Plaza y Janés, Barcelona,1961
— El asesinato de Trotsky, Editorial Aymá, Barcelona,1971
— El asesinato de Trotsky, Círculo de Lectores, Barcelona,1972
— El Imperio soviético. Sus orígenes y desarrollo. (Rusia y España: ayer y hoy. El oro español), Editorial Claridad, Buenos Aires, 1969
— El Proceso de Moscú en Barcelona: El sacrificio de Andrés Nin, Editorial Aymá, Barcelona,1974
— El Revolucionario Profesional. Testimonio de un hombre acción, Editorial Aymá, Barcelona,1975
Por tanto, en pleno franquismo, con una estricta censura previa, cuando a los antifascistas los metían durante años en la cárcel acusados de propaganda ilegal, a Gorkin le publicaban sus obras en el interior de España y no pequeñas editoriales, sino las más grandes, como Plaza y Janés (que en
1967 también publicó la biografía de Stalin escrita por Trotski). Hasta la actualidad la Editorial Janés, donde trabajó Maurín a su salida de la cárcel en 1946, siempre se ha distinguido por ser la fachada intelectual del espionaje franquista. En una fecha tan avanzada como 1979 publicaba la obra del espía nazi Ángel Alcázar de Velasco Memorias de un agente secreto. Al mismo tiempo, también difundía publicaciones trotskistas de ínfima calidad.
En Santiago de Chile, Pacífico era la editorial que durante la guerra fría publicaba los libros especializados en guerra sicológica. Por ejemplo, en 1957 reeditó para Chile el libro del renegado Eudocio Ravines, antiguo Secretario General del Partido Comunista de Perú, La Gran Estafa. La penetración del Kremlin en Iberoamérica, el texto favorito de la gusanera cubana que había aparecido cinco años antes en México auspiciado por el Departamento de Estado. El libro iba a ser utilizado por la democracia cristiana y su candidato Eduardo Frei (padre) en las inminentes elecciones presidenciales. Además, Pacífico era una librería sita en la calle Ahumada, donde se celebraban tertulias entre intelectuales demócrata cristianos.
Los libros de Gorkin sobre España y la URSS eran encargos bien pagados en dólares; junto con los de Burnett Bolloten y Víctor Alba forman parte integrante de la guera sicológica que la CIA le encargó desplegar para destruir el prestigio que tenía la causa de la República entre sectores progresistas de todo el mundo y crear una imagen sinestra de checas, persecuciones y asesinatos.
Uno de los métodos consistió crear puntos oscuros en la política del PCE durante la guerra y concentrar sobre ellos toda la atención, como la ejecución del dirigente del POUM Andrés Nin. De esta forma se inflaba artificialmente la importancia del POUM y, de rebote, del propio Gorkin.
No fue un personaje secundario. La CIA le nombró delegado latinoamericano del Congreso para la
Libertad de la Cultura y ocupó la dirección de su revista, Cuadernos, fundada en 1953.
Además Gorkin tuvo un papel decisivo en la manipulación de los renegados que traicionaron al comunismo. De su propia mano redactó los dos libros de memorias de Valentín González, El Campesino, también publicados legalmente por la España franquista: Vida y muerte en la URSS y Comunista en España y anticomunista en la URSS.
También promovió la publicación de las memorias de otro desertor del comunismo, Jesús
Hernández, ministro de Educación de la República, que fueron reelaboradas por orden de Gorkin. El título de libro (por supuesto legalmente difundido en la España de Franco), era sugestivo: Yo fui ministro de Stalin (G. Del Toro Editor, Madrid, 1974) que no figuraba en el original de Jesús Hernández, pero que tuvo que consentir. La CIA otorgaba una gran importancia a que el nombre de Stalin reluciera por todas partes, de manera que en todos estos relatos de ciencia-ficción (más ficción que ciencia) pareciera como si el malvado georgiano estuviera detrás de cada uno de los acontecimientos de la guerra civil española y todos los demás fueran vulgares marionetas. La moraleja era bien simple: menos mal que Franco se sublevó librándonos de la pesadilla de Moscú y sus gulags, su burocracia y sus planes quinquenales.
Las memorias de Hernández se publicaron en México en 1953 y fueron traducidas al francés ese mismo año con el título de La grande trahison.
Más detalles importantes: el libro de Hernández no fue financiado por la CIA sino por los revisionistas yugoeslavos, a cuyo favor se posicionó Hernández, quien trabajaba como asesor de su embajada en México. Tito daba el primer paso, Jruschov daría el segundo: los revisionistas empezaban a sumarse a la guerra sicológica contra el comunismo en posiciones idénticas a los trotskistas.
Para terminar hablemos de un tercer renegado metido a historiador. Se trata de Enrique Castro
Delgado, autor de La vida interna de la Komintern: Cómo perdí la fe en Moscú (Epesa, Madrid,
1950) y Hombres made in Moscú (Editorial Caralt, Barcelona, 1963), ambos libros publicados también por el franquismo. Castro confesó en México que se entrevistaba con el embajador norteamericano, quien le compró en un mes 2.500 ejemplares de Cómo perdí la fe en Moscú para distribuirlos por América Latina. Además, la embajada le pagó una serie de artículos para apoyar el tratado hispano-norteamericano de 1951.
Otro detalle interesante: el libro lo publicó en Francia la editorial fascista Croix du Feu (Cruz de Fuego), que cedió los derechos de publicación a la editorial franquista Epesa para que lo publicara en castellano, y esos derechos de autor fueron los que le permitieron comprar una imprenta (en aquella época, mientras los verdaderos exiliados pasaban toda clase de privaciones y calamidades). Con un sueldo tan jugoso en dólares, Castro se permitía muchos lujos: A mí también me habló Gorkin -confiesa- y me propuso que me fuera a Francia con él, que me darían buen sueldo y a mi mujer le darían medio millón de francos para que viviese bien mientras yo estuviese en Francia; pero yo vi pronto por dónde venía el asunto y no acepté. Él tenía hilo directo con la CIA y no necesitaba a Gorkin -a quien Castro llama traidor- de intermediario.
Hemos aludido a la Editorial Epesa, pero no hemos descubierto sus raíces fascistas: Epesa era una editorial dirigida por Alfredo Sánchez Bella, entonces miembro del Instituto de Cultura Hispánica. En 1969 Franco le designó Ministro de Información y Turismo en sustitución de Fraga. Por tanto, Epesa y Sánchez Bella eran expertos en intoxicación y guerra sicológica.
Estos libros -y otros- auspiciados por Gorkin, fueron ampliamente publicitados por el imperialismo, integrándose en la intoxicación característica de la guerra fría y convirtiéndose en fuente histórica documental que todos los libros posteriores citaban como referencia científica indiscutible.
Orwell: Homenaje al delator
George Orwell también aúna en su persona la condición de soplón del espionaje británico (IRD) con la de trotskista que estuvo en la guerra civil española, naturalmente en las filas del POUM de Gorkin-Víctor Alba-Maurín-Nin. Es una criatura encumbrada por la guerra fría, un vulgar alcahuete de la policía británica, un vil delator de los intelectuales progesistas.
Su importancia deriva del detalle siguiente: no sólo desfigura la historia sino que trata de silenciar y encarcelar a quienes luchan por un mundo mejor, por la revolución. Para que él pueda mentir los demás deben ser acallados. Una cosa conduce a la otra.
La apertura de los archivos del Foreign Office puso al descubierto su personalidad fraudulenta. La ausencia de escrúpulos del escritor británico sólo fue equiparable con la de los más despreciables protagonistas de sus propias novelas. La recuperación del material secreto de la época demuestra que Orwell denunció hasta 125 escritores y artistas como compañeros de viaje, testaferros del comunismo o simpatizantes. Haciendo uso de las lecciones aprendidas en la policía colonial del Imperio Británico, Orwell se dedicó a anotar escrupulosamente sus impresiones acerca de los intelectuales con los que mantenía relación en una libreta de tapas azules. La mayoría de ellos ni siquiera eran comunistas, sino intelectuales progresistas o, simplemente, liberales. Del poeta inglés Tom Driberg, por ejemplo, decía: Se cree que es miembro clandestino del PC, judío inglés, homosexual. Del músico de color Paul Robeson: muy antiblanco. Definió a Kingsley Martin, director del semanario laborista de izquierdas, New Statesman, como un liberal degenerado, muy deshonesto. Calificaba a Malcolm Nurse, uno de los padres de la liberación africana, de negro, antiblanco. Insertó a John Steinbeck en su cuaderno delator por ser, según su opinión, un escritor espurio y pseudoingenuo. Ni Charles Chaplin ni Bernard Shaw ni Orson Welles ni E. H. Carr, se libraron del lápiz acusador de George Orwell.
Sobre las milicianas del PCE que combatían al fascismo en el frente en primera línea, Orwell escribió: Las pocas mujeres que están en el frente, son simplemente una fuente de celos. Pese a ello, una editorial que alardea de libertaria como Virus reeditó en 2000 -por enésima vez- la obra (Homenaje a Cataluña) de un trotskista como Orwell que parece alejado de su línea, no por trotskista sino por imperialista, racista, misógino, homófobo y reaccionario. Eso sólo se explica por el pragmatismo sin principios que caracteriza a determinados libertarios de hoy día que, como los de Virus, dan por bueno todo aquello que sea la difamación más grosera del comunismo, sin siquiera alertar a sus lectores de la conexiones del libro que publican con el imperialismo. Algunos anarquistas alardean de su lucha contra el Estado, contra todo Estado, para convertirse en altavoces de sus más inmundas cloacas, editando los libros que El País luego reseña. ¿Tienen repartidas las tareas entre ellos?
Orwell escribió en 1945 Rebelión en la granja a la estela ideológica de Burnham, a quien veneraba. La narración tuvo una pobre acogida en Inglaterra donde Orwell sólo logró vender 23.000 ejemplares. Sin embargo, al año siguiente la novela cruzó el Atlántico y en Estados Unidos los servicios de inteligencia se encargaron de convertirla en un éxito de ventas. La obra se vendió por centenares de miles, aunque su calidad literaria fuera algo más que dudosa. No en vano, la CIA disponía de la influencia necesaria en los medios de comunicación para convertir lo mediocre en excelente. Los elogios fueron casi unánimes en la prensa norteamericana. El periódico New Yorker, por ejemplo, calificaba a Rebelión en la granja como un libro absolutamente magistral y sostenía que había que empezar a considerar a Orwell como un escritor de primera línea, comparable con Voltaire. Como no podía ser menos, la infraestructura de la CIA en Hollywood se hizo cargo también de financiar la versión cinematográfica de Rebelión en la granja. No se escatimaron dólares a la hora de invertir. Un ejército de ochenta dibujantes asumió la tarea de construir las 750 escenas con los 300.000 dibujos a color que requería la producción de la película en dibujos animados. El guión fue asesorado por el Consejo de Estrategia Psicológica, que procuró que el mensaje fuera nítido y favorable a los planes de la CIA. La película contó con una enorme cobertura publicitaria y pudo verse hasta en el último confín del mundo capitalista.
En 1949, unos meses antes de su muerte, Orwell publicó la novela 1984. Animado por el inesperado éxito de su granja, el escritor británico rescató el anticomunismo como tema central del nuevo libro. No fue tampoco original. Su novela es un plagio de la obra Nosotros, escrita por Evgeni Zamiatin, un narrador ruso de principios del siglo XX.
Esta novela también encajaba en la ofensiva ideológica de la CIA. Isaac Deutscher describía así elimpacto que el libro había provocado en la opinión pública norteamericana: ¿Ha leído usted ese libro? Tiene que leerlo, señor. ¡Entonces sabrá usted por qué tenemos que lanzar la bomba atómica sobre los bolcheviques! Con esas palabras -decía Deutscher- un ciego, vendedor de periódicos, le recomendó en Nueva York 1984, pocas semanas antes de la muerte de su autor.
La transmisión de un mensaje construido por los diseñadores de la guerra fría le permitió a Orwell el éxito fácil y la notoriedad rápida. Era un farsante. Su vida acabó donde había empezado: al servicio de la policía imperial británica. No criticaba una sociedad burocratizada de vigilancia total sino que estaba contribuyendo a crearla y fomentarla.
El renegado Boris Suvarin
Boris Suvarin (1893-1984) no es muy conocido en España, y tampoco es muy conocido -ni en España ni fuera de ella- que Suvarin era el cuñado de Joaquín Maurín, el máximo dirigente del POUM. Así que vamos a hacer las presentaciones: su verdadero nombre era Boris Lifchitz, nació en Rusia, aunque se afincó en Francia desde muy joven. Fundador del PCF, del que fue expulsado en
1925, es un caso típico de renegado trotskista que los grandes financieros franceses reciclaron a base de dinero. Su trayectoria antecedió a la de Jacques Doriot, el amigo de Julián Gorkin en París.
En Francia los hilos de la guerra sicológica conducen, desde los años veinte del pasado siglo, a la banca Worms. En 1935 Suvarin creó en París el Instituto de Historia Social financiado por la banca Worms, de la que cobraban él y otros renegados del PCF. Pero no exclusivamente renegados comunistas: la banca Worms también contrató por aquellos años los servicios de Marcel Déat, que había abandonado la SFIO (partido socialista) durante la escisión de 1933.
Aunque con diferente origen, todos estos mercenarios confluyeron bajo el fascismo, donde perfeccionaron su aprendizaje en la intoxicación. Tras la guerra, Hippolyte Worms fue recluido en la cárcel de Fresnes (París) por colaboracionismo con los ocupantes nazis. Por su parte, Marcel Déat fue el fundador del partido vichysta Rassemblement National Popular (Agrupación Nacional Popular).
Desde su mismo origen, la propaganda, los libros, las revistas, la prensa, fueron uno de los medios fundamentales en la acción anticomunista del Instituto. Pero bajo un nombre tan aséptico y con pretensiones académicas, se ocultaba la tramoya de algunos financieros franceses que luchaban contra la influencia comunista dentro del movimiento obrero y sindical. Además de la banca Worms, el Instituto contaba también con el apoyo del presidente del Consejo Nacional de la Patronal Francesa. Una ecuación que vinculara al Instituto con la banca Worms, los renegados del PCF y los imperialistas, proporcionaría la mayor parte de las claves de la guerra sicológica en Francia.
Tras su expulsión de las filas comunistas, en 1937 Suvarin pasó a escribir en Les Nouveaux Cahiers, un publicación bimensual controlada por Jacques Barnaud, el director general de la banca Worms. El nombre de la revista merece una explicación: la revista teórica del PCF se llamaba Cahiers du Communisme y, como buenos trotskistas, la nueva pretendía hacerse pasar como una continuación auténtica del comunismo, depurada de las malas hierbas stalinistas.
La fecha de aparición también merece otra explicación: fue creada en 1937 por los financieros con un triple objetivo:
— romper de la unidad sindical lograda por la CGT en el Congreso de Toulouse el año anterior
— romper el Frente Popular (que había ganado las elecciones) y aislar a los comunistas vinculándolos a una imagen siniestra de la URSS (=Stalin=gulag)
— desacreditar a la República española, presentada como una marioneta de los comunistas (y del todopoderoso Stalin).
Suvarin es el experto en estos temas; él es quien verdaderamente sabe y quien puede escribir. Aquel año publica su obra cumbre: Staline, aperçu historique du bolchevisme (Stalin, perspectiva histórica del bolchevismo), una de las primeras biografías del malvado georgiano, un clásico de la intoxicación anticomunista reeditado en 1977 y 1985.
Tras la II Guerra Mundial, como en Alemania o en Italia, los fascistas, esta vez marca Vichy, se pusieron al servicio de los imperialistas estadounidenses. En 1954 reformaron definitivamente el Instituto de Historia Social como Instituto de Historia Social y Sovietología que dada su coincidencia con los planes de la OTAN, fue rápidamente integrado en el andamiaje de la CIA y desempeñó un papel activo en la división del movimiento sindical francés (creación de Force Ouvrière separada de CGT).
El Instituto fue dirigido desde su origen por antiguos comunistas corruptos; tras la ocupación lo fue por esas mismas personas, después de un periodo previo de colaboración con el gobierno de Vichy y el ocupante nazi. En febrero de 1948, tras su salida de la cárcel de Fresnes, Worms contrató también a Georges Albertini, otro renegado socialista, lugarteniente de Déat en el partido vichysta Rassemblement National Popular y director de gabinete en la Secretaría de Trabajo del gobierno fascista de Petain. En aquel gobierno Albertini se encargaba de la difusión de publicaciones, cuyo número se multiplicó durante los años cuarenta, y de otros medios de propaganda. Worms, recicló a Albertini para asignarle la misma misión anticomunista y antisoviética que había cumplido antes de la guerra y la ocupación nazi bajo el rótulo de un Instituto de Historia Social.
Hippolyte Worms y Georges Albertini habían coincidido en la prisión de Fresnes durante el otoño de 1944, recluidos ambos por colaboracionismo.
Pero hay una diferencia -no fundamental- entre Suvarin y los demás sicarios de la banca Worms: no siguió a sus mentores bajo el régimen de Vichy. Dejó Francia en 1940 y se pasó la guerra en Nueva York, donde se puso a disposición del espionaje estadounidense, oficialmente consagrado entonces a la guerra contra el Eje. Como sus colegas americanos, Suvarin, era, pues, otro de aquellos trotskistas en la nómina de la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS) y su tarea específica se concentraba en el movimiento obrero y sindical.
Tras la guerra, Suvarin regresó a Francia en 1947 y con la ayuda del vichysta Albertini volvió a poner en funcionamiento el Instituto de Historia Social con una triple financiación: la CIA, los sindicatos estadounidenses y la banca Worms.
Las conexiones de posguerra de Suvarin con el Congreso para la Libertad de la Cultura son evidentes. Por ejemplo, era uno de los que escribía habitualmente en la revista Preuves. Como no encontraba un editor independiente, sólo consiguió publicar gracias a los inagotables recursos económicos del Congreso para la Libertad de la Cultura.
Al año siguiente de estallar el escándalo de la dependencia del Congreso para la Libertad de la Cultura respecto de la CIA, Suvarin da un giro y se vuelve contra sus amos limitando la excesiva influencia que tomarían, en el seno de la asociación, los sovietólogos estadounidenses. Su objetivo era reducir la cantidad visible de sovietólogos estadounidenses en el seno del Instituto de Historia Social.
Raymond Aron: el transatlántico de la ideología
Raymond Aron (1905-1983) nace en una familia alsaciana burguesa y judía, estudia en la Escuela Normal Superior en 1924 y en 1928 es profesor agregado. En vísperas de la II Guerra Mundial estudia filosofía. No logra entrar a la universidad de la Sorbona y se ve obligado a aceptar cargos poco prestigiosos en escuelas gubernamentales.
Entonces era un intelectual socialista que no logró trepar en la política, así que se convirtió en unreaccionario. En 1933 entró en el Centro de Documentación Social donde sucedió a Marcel Déat, a quien ya hemos presentado. El Centro lo financiaba la Fundación Rockefeller y bajo su techo Aron se relaciona con Robert Marjolin, un economista formado en Estados Unidos gracias a una beca de la Fundación Rockefeller.
El ascenso llega. En 1945 es director de gabinete del ministro de Información, André Malraux, en el gobierno de De Gaulle y, a partir de ahí, asume posiciones importantes en el periodismo: editorialista de Le Figaro de 1947 a 1977 y columnista en L'Express hasta su muerte.
Le Figaro lo dirige Pierre Brisson, antiguo colaborador de Lucien Romier, muerto este último durante la ocupación después de haber sido ministro vichysta en 1943. Su línea política es abiertamente proestadounidense, anticomunista y partidaria de la OTAN. Las columnas periodísticas de Aron durante Mayo de 1968 (el terrorismo del poder estudiantil) no tienen desperdicio. Todo buen anticomunista debe leerlas y tomar notas.
Es amigo y colaborador del espía Michael Josselsson, el intermediario entre la CIA y los intelectuales, que le nombra dirigente del Congreso para la Libertad de la Cultura, donde se convierte rápidamente en una de las personalidades más influyentes desde su creación en Berlín en
1950 hasta el escándalo de 1967. Es uno de los importadores de las tesis de los intelectuales trotskistas de Nueva York. En 1947 encarga la traducción de The Managerial Revolution (L'ère des organisateurs) de su amigo Burnham, del que el socialfascista Léon Blum redacta el prólogo de la primera edición. Los libros de Aron El hombre contra los tiranos (1946) y El gran cisma (1948), se convierten en verdaderos manifiestos de los reaccionarios franceses y de la internacional anticomunista.
En 1955, en la conferencia internacional de Milán del Congreso para la Libertad de la Cultura, es uno de los cinco oradores que intervienen en la sesión de apertura conjuntamente con Hugh Gaitskell, Michael Polanyi, Sidney Hook y Friedrich von Hayek. Otra vez los trotskistas (Sidney Hook) de la mano de los neoliberales (Von Hayek)...
Ese mismo año publica El opio de los intelectuales, texto inspirado en Burnham, donde denuncia la neutralidad de los intelectuales de la izquierda no comunista. En 1957, redacta el prefacio de La revolución húngara. Historia de la sublevación, de Melvin Lasky y François Bondy.
A pesar de ser judío, nunca condenó al gobierno colaboracionista de Vichy, sino todo lo contrario: se erigió varias veces en defensor de los partidarios de Petain. El 17 de octubre de 1983 acudió a declarar como testigo a favor de su amigo, el filósofo Bertrand de Jouvenel, acusado de nazismo durante la ocupación de Francia. Durante los años 30 Jouvenel se enroló en el Partido Popular Francés de Doriot, el trotskista renegado. Reclutado por los servicios de inteligencia, el filósofo Jouvenel se convirtió en espía de su viejo amigo Otto Abetz. En la época de la Liberación, fundó con Rueff y Hayek la ultraliberal Sociedad Mont Pelerin y participó intensamente en las actividades del Congreso por la Libertad de la Cultura. A pesar de lo que decía en sus escritos, Aron no era un teórico sino un militante comprometido con el imperialismo: murió cuando salía del tribunal de defender a su camarada nazi Jouvenel.
Amigo y consejero de Kissinger, quien lo consideraba su guía, y de George Kennan, el padrino de la contención, Aron representó el mejor apoyo de los servicios culturales estadounidenses en Francia. Supuesto experto en sociología política, fue uno de los que desde el otro lado del atlántico importó a Europa las tesis imperialistas acerca de las diferencias los regímenes democráticos, autoritarios y totalitarios, tres palabras mágicas que desde la guerra fría están en la boca de todos los políticos y periodistas como conceptos firmes y establecidos de una vez y para siempre. Por ejemplo, esto puede leerse en su libro Democracia y totalitarismo (Seix Barral, Barcelona, 1968), un verdadero engendro lleno de todos esos tópicos.
Otra idea feliz de Aron: el marxismo no es política sino religión, algo que después hemos oido millones de veces. Stalin era seminarista y los comunistas somos como los curas, con nuestros dogmas, nuestra liturgia, nuestros pontífices, nuestros santos... y nuestras procesiones.
Una de las tareas primordiales de estos escritores es imponernos su lenguaje, sus expresiones. Por ejemplo, siguiendo a su amigo Burnham, Aron es quien empieza la cantinela de la sociedad industrial. Ya no hay capitalismo ni imperialismo, palabras que suenan muy mal y deben ser sustituidas por otras más neutras.
Pero que no se trataba más que de un experto en manipulación ideológica lo demuestran algunos de sus otros títulos, cuya simple mención lo dice todo: Los marxismos imaginarios. De Sartre a Althusser (Monte Avila Editores, Caracas, 1969), ¿Marx superado? (con otros autores, entre ellos Theodor W.Adorno, Buenos Aires, 1974). Lo escribió él mismo en sus Memorias: el Congreso para la Libertad de la Cultura cumplió su misión únicamente gracias al enmascaramiento o incluso, si se quiere, a la mentira y la omisión. Está claro (siempre lo estuvo, pero en fin).
Aron es un autor introducido en España a través del grupo Prisa-Polanco-El País y sus antecedentes, es decir, la Revista de Occidente que dirigía José Ortega Spottorno, quien en mayo de 1964 le publica el artículo Reflexiones sobre la idea socialista. Otra de sus primeras obras traducidas y distribuidas en España es La lucha de clases (Editorial Seix Barral, Barcelona, 1966, publicada antes en catalán).
Uno de sus libros más divulgados lo fue a través de Alianza Editorial, también del grupo Prisa- Polanco-El País: el Ensayo sobre las libertades (Madrid, 1969). Nosotros cuando leemos este maravilloso libro sobre la libertad, nos volvemos a acordar -entre otras cosas- de la CIA, del golpe de Estado de Pinochet y de los bombardeos sobre Vietnam con napalm. No lo podemos evitar.
El 27 de enero de 2004 la fundación FAES (la de Aznar) rinde homenaje a Raymond Aron en el Hotel Miguel Ángel de Madrid. Habla Jean-François Revel sobre Raymond Aron y el vínculo transatlántico (Revel fue uno de los directores del Instituto de Historia Social).
¡ Casi se nos olvida hablar de El libro negro del comunismo !
Es el último éxito de ventas de la saga del gulag, traducido al castellano por el famoso César Vidal. En Italia el partido neofascista de Berlusconi Forza Italia repartía gratuitamente 5.000 ejemplares del libro entre los delegados a un congreso de 1998. Todos lo hemos leído ya mil veces aunque no hayamos abierto sus páginas; nos lo sabemos de memoria: los comunistas hemos asesinado a 100 millones de personas y aún no hemos tenido nuestro Nuremberg (salvo en España donde tenemos a la Audiencia Nacional para estas cosas).
Como todos os lo sabéis, no vamos a hablar del libro sino de su autor: Stéphan Courtois, también renegado, esta vez de Vive la Révolution, al que perteneció entre 1969 y 1971, un grupúsculo maoísta francés de carácter espontaneísta al que la gente llamaba despectivamente mao-spontex.
Fundó en 1982 la revista Communisme junto con Annie Kriegel, otra tránsfuga, estrecha colaboradora de Raymond Aron y autora de Los procesos en los países comunistas, publicado en España por Alianza Editorial-Prisa-El País.
No sabemos si os pasará como a nosotros, pero nos da la impresión de que todos estos renegados en realidad no abandonan el comunismo sino que se nos quedan pegados a la chepa como una costra que no hay quien se la quite de encima. Si odian tanto al comunismo, ¿por qué simplemente no se olvidan de él para siempre?
Por cierto, ¿sabéis qué cargo ocupa Stéphan Courtois? No nos referimos a los que vienen en el libro
(miembro del Centro Nacional de Investigaciones Científicas y esas cosas). ¡ Bingo ! ¡ Es