Fredy Muñoz Altamiranda
Periodista colombiano
La imagen de un hongo atómico, desapareciendo la vida con su corazón de fuego a un millón de grados centígrados, es citada en estos días por los Estados Unidos, cuando se refiere a la carrera nuclear que emprenden países en desarrollo como Irán o Venezuela.
Y aunque estos países han dicho y demostrado que el uso que le darán a su energía atómica es pacífico, los Estados Unidos, y uno que otro áulico, insisten en temer que por acá se haga una bomba que finalmente, como en sus más recurrentes pesadillas cinematográficas, les cobre “toda la hartura, todo el horror” como dice el poeta, que han sembrado en el mundo.
“Quien las hace, las imagina” decía mi abuela, y por eso, también desde acá, se les ha recordado a los gringos que fueron ellos los primeros en probar semejante invento: la bomba atómica, en contra de seres humanos.
Pero se han dicho algunas inexactitudes en esa condena. Como eso de que Japón era un país ya rendido militarmente, a punto del harakiri. El pueblo japonés sí que lo estaba: antes de la primera masacre nuclear en Hiroshima, los gringos habían lanzado, entre el otoño de 1944 y la primavera de 1945, 100 mil toneladas de bombas en 66 ciudades.
Pero esos bombardeos tuvieron todos una característica común: ninguno tocó un objetivo militar importante, o de la industria militar, o del sector industrial transformador que estaba completamente al servicio de la guerra en el Japón.
Según el mismo Gobierno japonés aquellos bombardeos fueron hechos todos sobre objetivos civiles, y destruyeron dos millones doscientas mil casas de vivienda, mataron a cuatrocientas sesenta mil personas, e hirieron a cuatrocientas doce mil más: una verdadera, planificada y cobarde carnicería de civiles, que cinco Pearls Harbors no justificarían.
Pero lo que vino luego no significó un cambio: la bomba lanzada sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945, cayó sobre una residencia de niños japoneses evacuados de Tokio. “No puede hablarse de error en este caso” dice el cronista soviético de la Segunda Guerra Mundial, Gregory Deborin. “Como blanco sirvió un gran puente de hormigón ubicado entre dichas residencias. El Gobierno de los Estados Unidos dio muestras de un desprecio absoluto por las normas más elementales y usuales del Derecho Internacional y de las costumbre de guerra, por los principios humanitarios” añade Deborin.
Sin embargo, en Manchuria, el ejército japonés del Kuaungtung, tenía un millón y medio de hombres frescos, a los que ni los ingleses ni los gringos tocaron, listos para ingresar a la Unión Soviética por Mongolia, y obligar a los rusos a desplazar ejércitos hasta su extremo oriente, para que las condiciones de negociación entre ganadores, en Europa tuvieran, sentados a la mesa, a unos soviéticos debilitados.
Por suerte, la escuadra soviética del Pacífico logró concentrar más de un millón de soldados, veintiseis mil cañones, cinco mil quinientos tanques y tres mil ochocientos aviones contra aquella fuerza.
A todo ese poder militar se le unieron, el ejército de la República Popular de Mongolia, y guerrillas chinas que echaron a los japoneses hasta el límite del Sur del paralelo 38, donde permanecieron protegidas por los Estados Unidos.
Sólo hasta cuando estuvo clara la victoria del ejército soviético sobre las fuerzas continentales japonesas, las aviaciones gringa e inglesa sometieron a intensos bombardeos los objetivos militares e industriales en Manchuria, y zonas de China donde las guerrillas populares dominaban, luego de vencer a las tropas del Kuomingtan de Chang Kai-chek.
A pesar del esfuerzo soviético en la derrota definitiva del ejército, aviación, infantería y caballería japonesas, los Estados Unidos se abrogaron el derecho de ocupar Japón de forma exclusiva; y asumir las fábricas, industrias, infraestructura y maquinaria de guerra, que sus propios bombarderos se abstuvieron de destruir.
Las guerras mundiales fueron dos masacres matemáticamente calculadas por los intereses capitalistas mundiales, que entraron en definitiva contradicción, al ingresar en una fase superior imperialista.
El lanzamiento de las dos bombas atómicas sobre el pueblo japonés, y no sobre su industria de guerra, o sobre los cantones militares en tierras continentales chinas, es una evidencia más de eso.
Los Estados Unidos protegieron y mantuvieron, luego de la guerra, a toda la clase política fascista y monárquica del Japón, sometida a sus intereses. Y se aseguraron empréstitos eternos en la reconstrucción civil del pueblo japonés que ellos mismos habían masacrado, y literalmente evaporado al arrojarle dos bombas atómicas.
Una sola de esas bombas, sobre las potentes industrias pesadas japonesas, al servicio de la guerra en el Manchukuo, o sobre uno sólo de sus cantones militares en el continente, habría evitado años de guerra y cientos de miles de muertos.
Pero los Estados Unidos no lanzaron las bombas para vencer al Japón, sino para demostrarle a la Unión Soviética que una nueva era de pujas políticas estaba por comenzar: la era de la “diplomacia atómica”.
El profesor inglés M.S. Blackett, autor del libro de obligatoria lectura “Consecuencias políticas y militares de la energía atómica” escribió: “Las explosiones de las bombas atómicas en el Japón, no fueron el último acto militar de la segunda guerra mundial, sino el primer acto de la guerra fría diplomática contra Rusia”.
El almirante estadounidense Leahy, protagonista de la guerra del pacífico, atormentado por sus recuerdos en el otoño de su vida, escribió también, en su libro de memorias titulado “I was there”, que “el uso de la bomba atómica no estaba dictado por necesidades militares. En mi opinión, el uso de esa bárbara arma en Hiroshima y Nagasaki no constituyó ninguna ayuda esencial en nuestra guerra contra el Japón”.
Vuelvo a lo dicho, el poder militar de Japón estaba vivo, y siguió vivo luego de las masacres nucleares. El mismo Churchill escribió, en el volumen seis de su obra “La segunda guerra mundial” que: “Sería erróneo suponer que el destino del Japón fue decidido por la bomba atómica”.
Y Hanson W. Baldwin, el famoso cronista militar de los años cuarenta y cincuenta, estrella del periodismo del The New Times escribió, en su libro, “Grandes errores de la guerra”, que “la bomba atómica no causó, ni al pueblo del Japón, ni a sus líderes, una impresión tan grande como a los mismos Estados Unidos...”
El Almirante Leahy lo acompaña en sus sentimientos: “Al emplear los primeros el arma atómica descendimos al nivel ético de los bárbaros de la Edad Media… Este nuevo y terrible instrumento de conducción incivilizada de la guerra representa un tipo moderno de barbarie, indigno de un cristiano”.
Y Baldwin remata: “El uso de la bomba atómica nos costó caro: estamos señalados ahora con la marca de las bestias”.
Quizás por esas palabras, ni Leahy es hoy un héroe militar citado por la industria cinematográfica, ni Baldwin un maestro obligatorio en las escuelas de periodismo del mundo.
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