
Escrito por Jesús Santrich, integrante del Estado Mayor Central de las FARC-EP.      
Montañas de Colombia.
Juan Manuel Santos tiene que convencerse: la paz no es un asunto de simples deseos y plegarias, ni se logra tampoco dando ultimátum al opositor político, negándole su condición beligerante y exigiéndole la rendición mientras se desborda la demagógica práctica de ofertarle ilusiones a los pobres de Colombia. La búsqueda de la paz requiere de soluciones urgentes y estructurales a los profundos problemas de injusticia social y exclusión política en que secularmente las oligarquías han sumergido al pueblo obligándolo al levantamiento armado.
La realidad nacional no es un  juego de póquer, donde la oligarquía –contagiada de la mentalidad de  tahúr del Presidente-, retoza con ases bajo la manga, con cartas  marcadas y convierte serios problemas como el desempleo, la generalizada  precariedad laboral, la crisis de la salud, el déficit de vivienda, el  despojo de la tierra…, en envite que se puede lanzar a un pot para luego  ponerse a “farolear”.
En un país que tiene la más alta tasa de  desocupación de América Latina continental, Santos ha ofrecido la  creación de 2 millones cuatrocientos mil empleos y la formalización de  500 mil más; como quien dice, el establecimiento de casi tres millones  de nuevos empleos formales. Agregando que su pretensión es colocar el  nivel del desempleo por debajo del 9 % en el año 2014 y del 6 % en el  2020. ¿Se referirá Santos a la conservadora cifra promedio del desempleo  estructural que suelen medir los “expertos” considerando que nunca está  por debajo del 7 y 8 %?, ¿se referirá al conjunto de la precariedad  laboral que se come vivos los 13.7 millones de personas que integran la  población económicamente activa?, ¿habrá tenido en cuenta a los 11  millones de informales que el “infalible” DANE calculó hace algún  tiempo?, ¿se habrá enterado que ese Departamento Administrativo de  cifras retocadas, que es el DANE, ha dicho que de cada 100 trabajadores  ocupados, 58 son informales?
¿Qué tipo de solución habitacional es esa que pretende Juan Manuel cuando propala que construirá un millón de viviendas?
Mientras  la demanda anual de vivienda en Colombia es de 250 mil unidades, sólo  se construyen 140 mil, ha dicho Santos blandir una meta “no ambiciosa…,  que podemos cumplir en cuatro años”. Pero y el déficit acumulado  existente, que según sus propias cuentas es de por lo menos 90 mil  viviendas cada año ¿quién lo va a resolver? Recordemos que los datos  oficiales de 2008 indicaban que podría haber no menos de 2.3 millones de  hogares sin vivienda, lo cual equivale al 21.45 % de la población  nacional, sin que existan estrategias no coyunturales que planteen una  solución de fondo, estructural para estas y las nuevas familias que  surgen como consecuencia del crecimiento poblacional, o que pierden sus  casas como consecuencia del endeudamiento con el sistema financiero o  del desplazamiento forzado. No existe tampoco estrategias para mejorar  las condiciones de los casi 4.5 millones de personas (aproximadamente  10.5 % de la población), que habitan en viviendas inadecuadas; es decir,  compatriotas que usan como “viviendas” refugios naturales, se ubican  bajo los puentes, o en sitios cuyas “paredes” son de materiales de  desecho como cartón, latas, etc. y los pisos son de tierra. Y de la  ausencia o deficiencia de los servicios públicos, ni hablar, pues el 7.4  % de la población habita en viviendas que no los posee y el 11.1 % vive  en condiciones de hacinamiento. Este desolador panorama se presentaba  cuando el terrible invierno de transito del 2010 al 2011 aún no se había  presentado con toda su carga de calamidades que atropellan a más de 2.5  millones de damnificados.
¿Pretende engañar Juan Manuel a quienes promete tierra sin comprometerse a cambiar la estructura latifundista del campo?
En  una basura como el proyecto de Ley 085 de restitución de tierras no  tenemos sino un folleto de apariencias pensado para, al final de  cuentas, crear las condiciones que permitan un macro-despojo legal de la  tierra. ¿Qué es eso de entregar dos millones de hectáreas en 8 años a  razón de 250 mil por año, en un país donde la concentración criminal de  la tierra tiene niveles descomunales?
Sobre la concentración que  configura la estructura latifundista del campo, bien ha recordado el  Comandante Alfonso Cano en una alocución de finales de 2010 que “según  el estudio del Instituto Geográfico Agustín Codazzi y de CORPOICA del  año 2001, las fincas de más de 500 hectáreas correspondían al 0.4 % de  los propietarios que controlaban el 61.2 % de las superficie agrícola,  en un proceso de progresiva e infame concentración que viene de años  atrás y que no para”. Como si fuera poco, son 6.6 millones de hectáreas  las que en dos décadas han abandonado las pobrerías por causa de la  violencia estatal, o han sido arrebatadas a los campesinos colombianos. Y  eso no se puede resarcir con solamente tener la intención de restituir  sus fincas a 130.487 familias desplazadas por la violencia cuando el  total de desarraigados ya bordea la cifra de 5 millones de personas.  Esto no se resuelve devolviendo 312.015 hectáreas que el mismo INCODER  les quitó a los trabajadores del campo para titulárselas a los  testaferros de los paramilitares y mafiosos.
¿Pero será posible  que el gobierno, más allá de lo retórico coadyuve a hacer lo contrario a  lo que históricamente ha hecho en favorecimiento del latifundio?; es  decir, ¿será posible que anteponga los intereses de los campesinos  despojados a los de sus victimarios, que son los componentes de las  estructuras de poder económico y político?
En su sonado Plan de  Choque que serviría de arranque al proyecto restitutivo, plantea Santos  que beneficiará a 3.223 familias con 21.000 hectáreas, formalizando la  propiedad rural mediante la titulación de 2.631 predios baldíos que  están en manos de entidades territoriales, y 592 parcelas del Fondo  Nacional Agrario. Se habla de que mediante el INCODER (¡!), se  entregaría a 1300 familias, 19.500 hectáreas de predios cuyo dominio se  ha extinguido y están en manejo de la Dirección Nacional de  Estupefacientes. Se ha anunciado la ampliación de 21 resguardos de  comunidades afro-descendientes e indígenas, el establecimiento de 23  nuevos y el reconocimiento del derecho a la tierra, mediante  titulaciones colectivas, a comunidades que se han asentado en la cuenca  del Pacífico y en Bolívar recientemente. En los Montes de María se  crearía una zona de “reserva campesina modelo”, para beneficiar a 82.000  familias. Pero lo cierto es que todo ello no es más que facundia barata  envuelta en normas que no miran en que el despojo comenzó hace más de  20 años y que por tanto la retroactividad no debe limitarse hasta ese  tiempo. Es insultante pretender que quienes como despojados aspiren a la  restitución deberán subordinarse a los avatares de esa ley de  impunidad, beneficiaria del paramilitarismo que es la Ley 975 de 2005 a  la que denominaron Ley de Justicia y Paz, entre otra serie de trampas,  que comienzan por no reconocer que la violencia generalizada que impuso  el régimen con sus narco-paramilitares y sus mismos aparatos armados  oficiales es la fuente de todas las desgracias que sufre el campo  colombiano.
El esclarecimiento de la verdad en torno a estos  aspectos debe partir no de los datos aviesos y sesgados de las oficinas  de Acción Social, o de la tal Comisión de seguimiento a la política  pública del desplazamiento forzado del señor Luis Jorge Garay quien como  un prestidigitador hace trucos numéricos para colocar a la guerrilla en  el conjunto de los despojadores. Mucho menos el análisis real del  problema debe partir de preponderar las versiones de los genocidas  amparados en la impunidad por la Ley de Justicia y Paz, sino que sobre  todo ha de atenderse las voces de las verdaderas víctimas de la guerra  desatada por el Estado.
No basta, además, mirar el problema de la  tierra sin tomar suficientemente en cuenta los puntos de vista de las  comunidades indígenas desplazadas, donde el colectivismo y la  espiritualidad en la relación hombre-naturaleza, tienen un papel  esencial para el equilibrio comunitario.
Por arte de engaño se  pretende que olvidemos que cuando se trata de descifrar quien es Juan  Manuel Santos, estamos ante un criminal continuista que representa al  gran capital y la entrega del país a los intereses norteamericanos.  Seamos precisos, ese es el personaje, y de su correcta caracterización  depende que nuestros pasos en busca de la paz con justicia social no  sean erráticos.
El gobierno Santos no propiciará de su propia  inspiración las soluciones para solventar las necesidades de los pobres,  sino que incrementará las medidas que favorezcan la llamada “seguridad  inversionista” en beneficio de las trasnacionales, del capital  financiero y del imperialismo en general. En su cabeza estará como  constante la preocupación por ampliar la frontera agrícola a 15 millones  de hectáreas o más, pero no para generar seguridad alimentaria sino  para garantizar el agro-combustible a las potencias extranjeras. Santos  no quiere una transformación agraria a favor de los sin tierra, pues su  idea de modernidad está marcada por una modalidad de capitalismo agrario  sin campesinos, en el que el campo sea el escenario de los  mega-proyectos agrícolas de los capitalistas.
Lo que priorizará  este gobierno, si la lucha no se fortalece, es el poder mezquino de la  alianza entre los empresarios tradicionales, las multinacionales, el  capital de los narcos, ganaderos, latifundistas, especuladores  financieros y militares. Es decir, el poder de lo que hoy se configura  como una verdadera lumpenburguesía compuesta por capos, perdonavidas,  narcos, ladrones y delincuentes de toda ralea con un Estado gansteril  dispuesto para permitir que el país se garantice como enclave del  capitalismo depredador y gran plataforma del complejo militar yanqui.  Ese es el sentido genuino de la “Unidad nacional y la prosperidad  democrática”, que sin duda sigue la continuidad del guerrerismo  uribista, que no es otra cosa que el recetario de depredación trazado  por Washington.
Con la falaz noticia de la derrota militar de la  insurgencia, con el manido cuento del fin del fin de la guerrilla y la  increíble historieta del arribo al post-conflicto se cimentan los nuevos  argumentos de la borrachera triunfalista que justifican ahora el  abultado gasto de guerra, montando la teoría de la recuperación del  territorio como corolario de la llamada “transición de la seguridad  democrática a la prosperidad democrática”. Pero si estamos en tiempos de  “post-conflicto” y de tránsito hacia la “prosperidad democrática”, ¿por  qué se persiste en mantener un costoso desenfreno belicista que para el  año 2011 casi alcanza el 19.1 % del Presupuesto General de la Nación,  equivalente casi a 28 billones de pesos como rubro destinado al concepto  de “seguridad y defensa”? Se trata de una masa de gasto improductivo  que entraña violencia y mayor desatención social, copando formalmente  alrededor del 5 % del producto Interno Bruto. Esto sin incluir el enorme  caudal de recursos que -según el esquema uribista del presupuesto 2010  que es el mismo que más o menos sigue el del 2011 en cuanto a  asignaciones para inversión social- pasa a dominio del aparataje militar  como infraestructura que en determinado momento puede ser considerada  “estratégica para la defensa nacional”.
Obsérvese aquí la  gramática de las trampas, como esa de “subir” el salario en ese 4 %  miserable que ahora quieren que se le agradezca al “bondadoso” Juan  Manuel, cuando sabido está que la inflación, así la aderecen, está por  encima de ese dígito. Es esta la semántica de los artilugios que  mantienen la explotación de las empobrecidas mayorías en Colombia, el  glosario de las fantasías que la seguridad inversionista necesita para  atrapar víctimas.
Pero la carnicería no para ahí, pues del monto  presupuestal de 147.3 billones de pesos con sus eventuales variaciones,  el 26.5 % está asignado a ese otro vampiro desaforado que es el servicio  de la deuda pública, lo que significa 36 billones de pesos,  aproximadamente, que corresponden en 81 % a deuda interna y en 19 % a  deuda externa, cuyo usufructo representado en gigantescas ganancias en  medio de la crisis, las canaliza el parasitario sector financiero en  detrimento de los recursos públicos.
Vale apuntar que no hay la  tal disminución de la participación del servicio de la deuda en el  producto interno bruto; que no es real la disminución de la  participación del 7.4 % en el 2010 a 6.6 % en la actual vigencia  presupuestal, sencillamente porque si antes de 33.22 billones de pesos  que comportaba el servicio de la deuda pública, el 56 % se destinaba a  pagar amortizaciones, ahora sólo se destinará el 48 % a ese propósito,  lo cual implica que el 52 % del endeudamiento que se hace es  fundamentalmente para pagar intereses. En este plano campea la  insensatez de los gobernantes de turno respecto a la ingente deuda  social que el régimen acumula sobre los hombros de los más pobres.
Lo  que se observa es el absoluto apoyo de la oligarquía a la extracción  alocada de recursos por parte de los organismos internacionales de  crédito que obstruyen el desarrollo económico y social de nuestro país.  Al respecto los ejemplos son múltiples: ¿la asignación presupuestal para  la “locomotora” de la educación en la vigencia 2011, según el Proyecto  de Santos no pasó de 3.2 % del PIB al 3 %?, ¿acaso los 900 mil millones  que el Estado le debe al sector hospitalario fueron considerados dentro  del presupuesto planteado?, ¿desde el mismo gobierno el Ministro de  Agricultura Juan Camilo Restrepo, no ha hecho la observación en cuanto a  que la inversión en el sector que le corresponde manejar  disminuyó en  10% respecto al presupuesto de 2010, lo cual, según su propia opinión,  resulta insuficiente para que el renglón agropecuario actúe como otra de  las locomotoras que reactivarán la economía?
Entre tanto, Juan  Carlos Echeverry, el Ministro de Hacienda de Juan Manuel, habla de que  dos billones de pesos que estaban previstos para amortización de deuda  externa serán tomados para darle arranque a las locomotoras de la  producción. Pero eso no alcanzan ni para darle un empujón a las promesas  electorales. Por ello, desde la misma derecha, los economistas más  aterrizados –sin jamás mirar en la posibilidad de reducir el gasto  militar o en declarar moratoria de la deuda-, subrayan en que el  endeudamiento será inevitable si se quiere inversión en el 2011; y  agregan, entonces, que las metas fiscales que hablaban de bajar el  déficit del Gobierno Central del 4.4 por ciento del PIB en 2010 a 3.9  por ciento del PIB en 2011, no serán posibles si se toma en cuenta que  el impacto de los dos billones que se trasladan significa el 0.4 % del  PIB. Lo cual equivale a decir que el déficit volverá a subir a 4.2 ó 4.3  % del PIB (unos 23.7 billones de pesos) en el 2011. Esto significa  endeudamiento sin solvencia, marcados ajustes fiscales, privilegios  tributarios a los ricos para mantener el famoso “estímulo” a la  “confianza inversionista”…; obviamente, políticas que van en detrimento  del interés social en tanto se traducen en la entrega feriada de  nuestros recursos naturales y la imposición de la anunciada  “sostenibilidad fiscal” que Juan Manuel Santos quiere elevar a categoría  constitucional con el propósito de no sentirse compelido a cumplir con  las reivindicaciones de las comunidades. Y, como siempre, el telón de  fondo es la maraña santanderista de normas que reconocen formalmente los  derechos ciudadanos pero que ningún régimen los garantiza con políticas  públicas reales.
En conclusión, el actual Presidente no ha  dejado de ser el mismo granuja que era cuando fungía como feroz ministro  de los “falsos positivos”; es decir, de las incontables ejecuciones  que, al lado de otros abominables crímenes, enlutan a Colombia.

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