Por: C. MARX
La propiedad de la tierra
es la fuente original de toda riqueza y se ha convertido en el gran
problema de cuya solución depende el porvenir de la clase obrera.
Sin plantearme la tarea
de examinar aquí todos los argumentos de los defensores de la
propiedad privada sobre la tierra —jurisconsultos, filósofos y
economistas—, me limitaré nada más que a hacer constar, en primer
lugar, que han hecho no pocos esfuerzos para disimular el hecho
inicial de la conquista al amparo del «derecho natural». Si la
conquista ha creado el derecho natural para una minoría, a la
mayoría no le queda más que reunir suficientes fuerzas para tener
el derecho natural de reconquistar lo que se le ha quitado.
En el curso de la
historia, los conquistadores han estimado conveniente dar a su
derecho inicial, que se desprendía de la fuerza bruta, cierta
estabilidad social mediante leyes impuestas por ellos mismos.
Luego viene el filósofo
y muestra que estas leyes implican y expresan el consentimiento
universal de la
humanidad. Si, en efecto,
la propiedad privada sobre la tierra se basa en semejante
consentimiento universal, debe, indudablemente, desaparecer en el
momento en que la mayoría de la sociedad no quiera más reconocerla.
No obstante, dejando de
lado los pretendidos «derechos» de propiedad, yo afirmo que el
desarrollo económico de la sociedad, el crecimiento y la
concentración de la población, que vienen a ser las condiciones que
impulsan al granjero capitalista a aplicar en la agricultura el
trabajo colectivo y organizado, a recurrir a las máquinas y otros
inventos, harán cada día más que la nacionalización de la tierra
sea «una necesidad social», contra la que resultarán sin efecto
todos los razonamientos acerca de los derechos de propiedad. Las
necesidades imperiosas de la sociedad deben ser y serán satisfechas,
los cambios impuestos por la necesidad social se abrirán camino
ellos mismos, y, a la larga o a la corta, adaptarán la legislación
a sus intereses.
Lo que nos hace falta es
un crecimiento diario de la producción, y las exigencias de ésta no
pueden ser satisfechas cuando un puñado de hombres se halla en
condiciones de regularla a su antojo y con arreglo a sus intereses
privados o de agotar, por ignorancia, el suelo. Todos los métodos
modernos, como, digamos, el riego, el avenamiento, el arado de vapor,
los productos químicos, etc., deben aplicarse en grandes
proporciones en la agricultura. Pero, los conocimientos científicos
que poseemos, al igual que los medios técnicos de practicar la
agricultura de que disponemos, como las máquinas, etc., sólo pueden
emplearse con éxito si se cultiva la tierra en gran escala.
Si el cultivo de la
tierra en vasta escala (incluso usando los métodos capitalistas
actuales, que reducen al productor al nivel de simple bestia de
carga) resulta tanto más ventajoso desde el punto de vista económico
que la hacienda en terrenos pequeños y fraccionados, ¿acaso la
agricultura a escala nacional no daría un impulso todavía mayor a
la producción?
Las demandas de la
población, crecientes sin cesar, por una parte, y la constante alza
de los precios de los productos agrícolas, por otra, muestran
irrefutablemente que la nacionalización de la tierra es una
necesidad social.
La disminución de la
producción agrícola por abuso de uno u otro individuo será, como
es lógico, imposible cuando el cultivo de la tierra se halle bajo el
control de la nación y en beneficio de la misma.
Todos los ciudadanos a
los que he oído durante los debates en torno a esta cuestión han
defendido la nacionalización de la tierra, pero lo han hecho
partiendo de muy distintos puntos de vista.
Se han hecho muchas
alusiones a Francia, que con su propiedad campesina se halla mucho
más lejos de la nacionalización que Inglaterra con su sistema de
gran posesión de la tierra de los lores. Es cierto que en Francia,
la tierra está al alcance de cualquiera que esté en condiciones de
comprarla, pero precisamente esta accesibilidad ha llevado al
fraccionamiento de los terrenos en pequeñas parcelas cultivadas por
gentes de escasos recursos, que cuentan más que nada con su trabajo
personal y el de sus familias. Esta forma de propiedad sobre la
tierra y el cultivo de terrenos pequeños, que de ello se desprende,
excluyendo todo empleo de perfeccionamientos agrícolas modernos,
hace, a la vez, que el propio agricultor sea el más decidido enemigo
del progreso social y, sobre todo, de la nacionalización de la
tierra. Este agricultor se halla aherrojado a la tierra, a la que
debe consagrar todas sus fuerzas vitales para conseguir un ingreso
relativamente pequeño, tiene que entregar la mayor parte de su
producto al Estado, en forma de impuestos, a la camarilla judiciaria,
en forma de costas judiciales y al usurero, en forma de interés; no
sabe absolutamente nada del movimiento social fuera de su limitado
campo de acción y, sin emburgo, se agarra con celo fanático a su
terruño y a su derecho de propiedad puramente nominal sobre el
mismo. Así es como el campesino francés ha sido llevado al
antagonismo fatal con la clase obrera industrial.
Siendo la propiedad
campesina el mayor obstáculo para la nacionalización de la tierra,
Francia, en su estado actual, no es, indiscutiblemente, el país en
el que debamos buscar la solución de ese gran problema.
La nacionalización de la
tierra y su entrega en pequeñas parcelas a unos u otros individuos o
a asociaciones de trabajadores, cuando el poder se halla en manos de
la burguesía, no engendraría más que una competencia implacable
entre ellos y, como resultado, conduciría al crecimiento progresivo
de la renta, lo cual, a su vez, acarrearía nuevas posibilidades a
los propietarios de tierras, que viven a cuenta de los productores.
En el Congreso de la
Internacional, celebrado en 1868 , en Bruselas, uno de nuestros
camaradas dijo:
«La pequeña propiedad
privada de la tierra está condenada por la ciencia, y la grande, por
la justicia. Por tanto, queda una de dos: la tierra debe pertenecer a
asociaciones rurales o a toda la nación. El porvenir decidirá esta
cuestión».
Y yo digo lo contrario:
el movimiento social llevará a la decisión de que la tierra sólo
puede ser propiedad de la nación misma. Entregar la tierra en manos
de los trabajadores rurales asociados significaría subordinar la
sociedad a una sola clase de productores.
La nacionalización de la
tierra producirá un cambio completo en las relaciones entre el
trabajo y el capital y, al fin y a la postre, acabará por entero con
el modo capitalista de producción tanto en la industria como en la
agricultura. Entonces desaparecerán las diferencias y los
privilegios de clase juntamente con la base económica en la que
descansan. La vida a costa de trabajo ajeno será cosa del pasado.
¡No habrá más Gobierno ni Estado separado de la sociedad! La
agricultura, la minería, la industria, en fin, todas las ramas de la
producción se organizarán gradualmente de la forma más adecuada.
La centralización nacional de los medios de producción será la
base nacional de una sociedad compuesta de la unión de productores
libres e iguales, dedicados a un trabajo social con arreglo a un plan
general y racional. Tal es la meta humana a la que tiende el gran
movimiento económico del siglo XIX.
Escrito por C. Marx en
marzo-abril de 1872. Se publica de acuerdo con el texto del periódico
"The Internacional Herald"
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