Por: Comuna Carlos Marx de los presos políticos
del PCE(r) y de los GRAPO
Prisión de Soria, febrero de 1985
Con la evolución del capitalismo hacia el monopolismo y el imperialismo, la agresión ideológica de la gran burguesía contra las masas populares ha tomado unas proporciones inimaginables. La utilización que hace la reacción de su ideología y, en general, de la guerra sicológica en la lucha de clases, no es algo nuevo en la historia, pero sí cabe destacar el grado de intensidad y planificación que ha alcanzado en la actualidad.
La lucha ideológica ha existido desde la aparición de las clases y la formación del Estado, pero será con la entrada del capitalismo en su fase de máxima agudización de las contradicciones económicas y sociales, al comienzo de su crisis final, cuando esta lucha ideológica pasará a ocupar uno de los primeros planos en la contienda de clases, tanto en la esfera internacional como dentro de cada país.
El fascismo, paralelamente a la centralización del podar económico y político, ha construido un aparato para el control ideológico, que intenta ser totalizador, no sólo de la sociedad que domina, sino también sobre los productores más señalados de esa ideología, transformando al viejo intelectual-periodista, etc.- de burgués humanista y relativamente independiente en vocero, plumífero y sicofante; en el especialista actual al servicio del la ideología del poder, en el apologista del terror de los estados policíacos, en el protagonista directo de la intoxicación ideológica y la desinformación ejercida contra el pueblo.
En los países capitalistas más desarrollados, donde jóvenes movimientos revolucionarios se están abriendo camino en lucha contra la infamia socialfascista y el bombardeo psicológico, la reacción despliega inmensos esfuerzos en el terreno de la lucha ideológica en su intento por sofocar dichos movimientos y para mantener la desmovilización política de la población. La necesidad de vencer al movimiento obrero y popular revolucionario y la constatación del aislamiento político y social en que se encuentran los regímenes monopolistas, sus partidos domesticados y sus fuerzas represivas, hace que éstas intensifiquen sus esfuerzos y no reparen en ningún medio para ganar la batalla por el control de las mentes. De esta manera se ha ido abriendo paso una nueva forma de agresión especialmente dirigida contra el pueblo: la guerra psicológica. Frente a la falta del apoyo de masas y anta la imposibilidad de enmascarar la represión fascista abierta, el gigantesco y desproporcionado aparato propagandístico puesto al servicio del Estado trata de llenar con estridentes chirridos y mentiras el vacío de adhesión.
A astas alturas de su crisis, la burguesía monopolista ya no trata de ganar a las masas para su causa a través de una lucha de ideas a cara descubierta con las fuerzas revolucionarias. La burguesía imperialista ha perdido, por su propio proceso de decadencia y reaccionarización, la base social que pudo tener en su momento. Hoy, a lo sumo que aspira, y es lo que intenta desesperadamente a través de sus aparatos ideológicos, es a conseguir neutralizar a las masas trabajadoras, por medio de la desinformación y el terror psicológico, para que acepten el orden de cosas establecido.
Tras la II Guerra Mundial, en los países capitalistas se procedió a la creación de verdaderos estados-policía en los cuales las llamadas leyes de excepción tomaron un carácter permanente y constitucional para combatir al que pasaba a ser el enemigo principal de estos estados, el enemigo interior, el peligro de revolución.
La Doctrina de Seguridad Nacional formulada por los círculos militares de EE.UU a partir de 1947 sustituyó al concepto de Defensa Nacional y pasaría a ser progresivamente adoptado por todos los astados capitalistas encubierta o descaradamente fascistas. La reacción aprendió en su momento la lección del fracaso de Hitler y ha comprendido que es más rentable políticamente enmascararse ante sus enemigos de clase, explotar en nombre de una llamada economía de bienestar, reprimir en nombre de la democracia y la libertad, asesinar a los revolucionarias en nombre de la paz o perseguirles en nombre de una Constitución y un Estado democráticos.
Veamos cómo resumía en su momento esta doctrina el presidente del Brasil, mariscal Castelo Branco: El concepto tradicional de Defensa Nacional enfatiza los aspectos militares de la seguridad, por lo tanto insiste en los problemas de agresión exterior. La noción de Seguridad Nacional es más totalizante. Constituya la defensa global de las instituciones, considera los aspectos psicosociales, la preservación del desarrollo y la estabilidad política interna. Además, el concepto de Seguridad, más explícito que el de Defensa, toma en cuenta la agresión interna, materializada en la infiltración y la subversión ideológica, así como los movimientos de guerrilla, formas todas de conflicto mucho más probables que la agresión externa.
Es, pues, en este contexto de estrategia de la contrarrevolución permanente en el que obligatoriamente debemos centrar el tema que nos ocupa. De acuerdo con ella -llevada a la práctica en toda su amplitud en Vietnam, Argelia, Chile, etc.-, el estado-policía de los monopolios se ha dotado de todos los medios legales y materiales que considera necesarios para combatir al movimiento de resistencia y a sus organizaciones revolucionarias; ha creada nuevos cuerpos especiales de represión, ha construido numerosas cárceles para el exterminio de las presos políticos que se oponen al régimen, ha elaborado una nueva legislación que garantiza la impunidad a las detenciones masivas e indiscriminadas, los registros domiciliarios, la aplicación sistemática de la tortura a los detenidos por razones políticas y de opinión, etc. Pero la reacción no sólo utiliza todos las aparatos de control y represión de que dispone, desde la policía y el ejército hasta las mafias sindicales y partidos domesticados, pasando par la Iglesia y la Educación. Junto a éstos hace uso también de los medios de comunicación de masas y do los equipos de tecnócratas especialistas en las modernas técnicas de guerra psicológica y desinformación. De esta manera su terror policiaco se complementa con su terror ideológico y éste, con el económico, en una sola práctica de dominación.
Es evidente para todos, que la reacción viene utilizando su aparato propagandístico con el objetivo prioritario de desarmar ideológicamente al proletariado revolucionario e impedir, a cualquier precio, la influencia de la ideología revolucionaria entre las masas. El tremendo poder de penetración de los modernos sistemas de comunicación, en relación a los existentes, por ejemplo hace medio siglo, pretende ser una suerte de narcótico en la mente de las masas, velando así su sangrante realidad cotidiana y encubriendo la tremenda agudización de todas las contradicciones de la sociedad capitalista. Esta penetración de la ideología dominante entre las masas, de sus productos culturales de todo tipo, transmitida por medios tan poderosos como la radio o la T.V., ha permitido al fascismo, en algunos países, desmovilizarlas temporalmente y dirigir una represión selectiva contra el movimiento revolucionario, sin descuidar ni un momento el fortalecimiento progresivo de su aparato policiaco-militar. De esta suerte, el principal componente de los medios de comunicación, la noticia, el periodismo, es, más que nunca, una fuerza de choque de la reacción contra el proletariado y el movimiento revolucionario. Y lo es en dos direcciones fundamentales previstas en la estrategia de la contrarrevolución: como medio desarme ideológico de los trabajadores y como órgano de la guerra psicológica contra el movimiento de resistencia.
Robert Moss, uno de los primeros expertos que trató el fenómeno del nuevo movimiento revolucionario en Europa, dice en su libro La guerrilla urbana, escrito a comienzos de los años 70: La guerrilla urbana se distingue del terrorismo en que tiene un plan estratégico para la insurrección armada o la victoria política, por muy utópica que parezca. Ante tal amenaza, Moss aconsejaba a los gobiernos que la lucha contra la guerrilla no debe asemejarse a un partido de fútbol entre ella y el gobierno en el que la masa del país desempeñe un mero papel de espectadora: de aquí la necesidad por la batalla de las mentes o las lealtades, de la acción psicológica, en una palabra. Como vemos, para los ideólogos de la burguesía, para sus propagandistas y para la canalla vociferante de los medios de comunicación, ya no se trata de difundir ideas, sino de manipular conductas. Sus métodos persiguen siempre el mismo objetivo: crear un hombre privado de todas las capacidades que lo permiten comprender la situación de las cosas y pensar de modo crítico.
J. Martín, un investigador yanqui del tema, decía en su libro International Propaganda: A la hora de afrontar los conflictos internos y externos, la guerra psicológica, la guerra de la palabras y la batalla por la mente de los hombres constituyen los métodos del presente y del futuro. Otro yanqui, Lasswell, concretaba más este principio rector de la guerra psicológica: La propaganda política es la utilización de las comunicaciones masivas en interés del poder.
Es lo que decíamos al principio, el objetivo de la contrarrevolución ya no es ganarse a las masas, sino neutralizarlas. Su obsesión y fin supremo es mantener la dominación y la esclavitud asalariada, no otra cosa. La burguesía no tiene nada que ofrecer que no sea la aberración cultural y la miseria material y espiritual; de ahí que su lucha ideológica haya terminado por convertirse exclusivamente en una guerra psicológica donde la desinformación, el engaño, la mentira, la intoxicación y la manipulación priman sobre todo. La comunicación, en las sociedades capitalistas, tiene por objeto la reproducción de la ideología dominante, fenómeno comprensible si tenemos en cuenta el hecho de que quien controla los medios de comunicación ejerce su dominio, su dirección, sobre la sociedad entera en contra de la voluntad de la inmensa mayoría. Todo se reduce a la cuestión de propiedad. Con lo cual podemos afirmar que los medios de comunicación son medios de opresión social al servicio de la clase propietaria de los mismos; son medios, no de masas, sino contra las masas: ni más ni menos que órganos ideológicos y de control de la clase dominante.
Ahora bien, en la práctica ¿qué efecto real posee la propaganda ideológica emitida por los medios de comunicación en una sociedad capitalista? Los ideólogos y demás apologistas a sueldo de la burguesía intentan presentarnos a los medios de comunicación como algo omnipotente, el cuarto poder, cuya influencia sobre la llamada opinión pública es total y determinante. Nada más lejos de la verdad si tenemos en consideración que, en una sociedad dividida en clases, la opinión pública no la conforma una masa homogénea y amorfa de ciudadanos, sino diversas clases en lucha a muerte, con ideologías e intereses antagónicos. Las tentativas de manipular la conciencia -colectiva e individual- fracasan inexorablemente en una sociedad donde la realidad de enfrentamiento clasista permanente prevalece sobre la ficción de armonía, consenso, etc., que predican los medios de difusión de la burguesía. El estado de conciencia de las clases e individuos no sólo cambia por la influencia de los medios de comunicación sino que lo hace principalmente y en un sentido opuesto a causa de las contradicciones económicas, sociales y políticas que se dan en la sociedad, por la propia práctica y la lucha de clases en la que participan los individuos.
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