Escrito por: Hernando Calvo Ospina
La estrategia fundamental del Estado colombiano para tratar de derrotar a las organizaciones guerrilleras ha sido la de destrozar, o neutralizar, el fundamental tejido social que la apoya real, presunta o potencialmente. Para lograr tal objetivo, las excluyentes élites han convertido el Estado en uno de los principales violadores de los derechos humanos en el mundo. Esta “guerra sucia” adelantada en los últimos 35 años como de Terrorismo de Estado, ha descansado “en dos pilares fundamentales: las operaciones encubiertas o clandestinas de las Fuerzas Militares y las acciones paramilitares. Estas son el centro neurálgico de la concepción contrainsurgente del Estado, y en particular de sus Fuerzas Militares” En el nivel nacional e internacional, importantes intelectuales y medios de comunicación hacen propio el discurso del Estado colombiano al repetir que el paramilitarismo es un “tercer actor” en el conflicto, o una “rueda suelta” que no se puede controlar. Que el Estado, debilitado e impotente, es una víctima de los “violentos” junto a la mayoría de la población. Que el paramilitarismo es el simple resultado de la relación de narcotraficantes, militares descarriados, terratenientes y campesinos organizados contra los abusos de la guerrilla. El jesuita y reconocido defensor de derechos humanos, Javier Giraldo, nos puntualiza: “Quienes analizamos el fenómeno actual desde (una) perspectiva histórica nos negamos a definir el paramilitarismo como un “tercer actor” en el conflicto. No es un tercer actor. Es el mismo brazo clandestino e ilegal del Estado que ha existido desde hace ya varias décadas. Esa misma perspectiva histórica nos impide considerar al Estado colombiano como un “Estado de Derecho””.
Ante el triunfo de la Revolución cubana, Estados Unidos diseña la Doctrina de Seguridad Nacional para imponerla en el hemisferio con el objetivo de evitar, o afrontar, nuevos brotes insurgentes. En ella el “enemigo interno” pasa a ser toda una ideología, quedando el anticomunismo como la columna vertebral, y traspasando a las Fuerzas Armadas la responsabilidad de ser las garantes de las instituciones. Así la contrainsurgencia se convierte, con las particularidades de cada país, en el eje de la seguridad, y “la destrucción del “enemigo interno” se vuelve el objetivo, sino el fin, supremo del Estado.” En la revista de las Fuerzas Armadas de Colombia, N° 6 de 1961, el Ministro de Guerra escribía: “El principal enemigo que (debe atraer) la acción de las Fuerzas Militares lo encontramos en el campo interno, dominado por ideologías extrañas de carácter marxista, ajenas a la cultura y la civilización occidental”. Mientras que uno de los primeros manuales sobre contrainsurgencia definía al “enemigo interno” de manera simple y peligrosa: “Todo individuo que de una u otra manera favorezca las intenciones del enemigo, debe ser considerado como traidor y tratado como tal.” Desde 1962 las Fuerzas Especiales estadounidenses comenzaron a preparar en Colombia brigadas contraguerrilleras, a formar especialistas en guerra psicológica e involucramiento de civiles en actividades paramilitares, reproduciendo lo que hacían en Vietnam. Tres años después, recién surgidos los primeros grupos insurgentes, el gobierno expide un decreto dirigido a “organizar la defensa nacional”, donde se incluye un parágrafo autorizando al Ministerio de Guerra a crear grupos de civiles, a los cuales “podrá amparar con armas que estén consideradas como de uso privativo de las Fuerzas Armadas”. Era el sustento jurídico al paramilitarismo. En 1968 el decreto se convirtió en legislación permanente hasta 1989, cuando fue reemplazado por otros. En 1969 un reglamento del Ejército ordenaría “organizar en forma militar a la población civil para que apoye la ejecución de operaciones de combate” bajo “control directo de las unidades militares”.
En 1976 la revista N° 83 de las Fuerzas Armadas afirmaba que “Si una guerra limitada no convencional entraña demasiados riesgos, entonces las técnicas paramilitares pueden proveer una manera segura y útil que permita aplicar la fuerza a fin de lograr los fines políticos”. Lo importante era que la imagen de la institución militar quedara limpia, y así se hizo. Por esos años surgieron la Alianza Anticomunista Americana (Triple A) y otras fantasmales siglas que empezaron a amenazar, asesinar y hacer desaparecer a opositores políticos y personas críticas al sistema. Posteriormente se supo que eran estructuras especiales del servicio de inteligencia militar, organizadas desde la alta cúpula .
A comienzos de los ochenta algunas organizaciones guerrilleras logran que el gobierno acepte discutir sobre una salida negociada al conflicto. Paralelamente, mientras el gobierno de Belisario Betancurt decía querer la paz, se implementaba la “guerra sucia” contra dirigentes populares, sindicales y campesinos. Ello no era casual: “Acorde con los lineamientos de la Doctrina de la Seguridad Nacional, los esfuerzos por buscar una solución no violenta o política al conflicto interno en Colombia, han sido percibidos por el alto mando militar como avances de la “guerrilla comunista” en su asalto al poder”.
Como lo han demostrado hasta la saciedad investigaciones oficiales, el alto mando militar involucró a caciques de los partidos liberal y conservador, terratenientes y capos de la mafia en el desarrollo de estructuras paramilitares que realizaron los crímenes. Así empezó uno de los matrimonios de conveniencia más sanguinarios y macabros de la reciente historia política colombiana. En medio de ello, el Ejército produce otro “Reglamento de combate de contraguerrillas” (EJC 3-10, Reservado, 1987), el cual divide a las fuerzas subversivas en dos: “población civil insurgente y grupo armado”, donde “La población civil por lo tanto es uno de los objetivos fundamentales de las unidades del Ejército”.
Para mediados de los años noventa el “terrorismo de Estado”, sirviéndose del paramilitarismo -llamado ‘sicariato’, ‘escuadrones de la muerte’ o cualquiera de los tantos nombres que se le ha dado para ocultar su real rostro- había asesinado y desaparecido unos 25 mil miembros de la izquierda y personalidades progresistas. Tan sólo al partido Unión Patriótica le asesinaron tres mil militantes, incluídos dos candidatos a la presidencia, casi todos sus alcaldes, ediles y parlamentarios, por lo cual el Estado colombiano está reclamado en Naciones Unidas por “genocidio político”. Ni las dictaduras del Cono Sur llegaron a tanto. Irónicamente, mientras se masacraba a la oposición legal, las guerrillas se fortalecían.
En 1991 el presidente Cesar Gaviria, actual secretario de la OEA, da vida a la “Estrategia nacional contra la violencia”. La organización Human Rights Watch, en su informe de 1996, demuestra que con ayuda de la CIA y el Pentágono, se reorganizaron “los sistemas de inteligencia que desembocaron en la creación de redes asesinas que identifican y matan a civiles sospechosos de ayudar a las guerrillas” . Como complemento, en 1994 este gobierno dispuso la creación de las Asociaciones Comunitarias de Seguridad Rural, Convivir, presuntamente para colaborar con la Fuerza Pública recogiendo información que sirviera para prevenir las actividades de los grupos insurgentes y… paramilitares. La realidad demostró que una de las tareas de las Convivir fue actuar como ente legalizador de muchas redes de sicarios al servicio de narcotraficantes y terratenientes. Siendo su objetivo central el reclutar a la población civil para que sirviera de vertiente legal al paramilitarismo. Ante las presiones internacionales, en diciembre de 1997el gobierno del presidente Ernesto Samper creó un grupo especial para capturar a los jefes de las ahora denominadas Autodefensas Unidas de Colombia, AUC, bajo la responsabilidad del ministro de Defensa. Después de un año los “resultados brillaban por su ausencia” Sobre ello el jesuita Giraldo nos cuenta que “los grupos de búsqueda aprendieron a calcular su llegada a los escenarios de los crímenes cuando éstos ya estaban consumados y los victimarios ya estaban a salvo, y a capturar a delincuentes comunes para exhibirlos como paramilitares”.
A finales de siglo, el gobierno de Andrés Pastrana acepta dialogar con los grupos guerrilleros, en particular con lasFuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC, y el Ejército de Liberación Nacional, ELN. Tal como sucedió durante la administración Betancurt, la violencia paramilitar se multiplicó: Mientras en 1999 las masacres registradas fueron de 168, en el 2000 llegaron a 236. El número de muertos en estas carnicerías ascendió a 1.226 víctimas, 297 más que en 1999. Aunque vagamente mencionado por los grandes medios de información, un “detalle” saltaba a la vista: “Las estadísticas muetran indicutiblemente que la disminución de los casos de violaciones de los derechos humanos por parte de los militares está ligada con el aumento de los crímenes imputables a las AUC”. La explicación a tan “extraña” constatación, que no era para nada nueva, la dio el Defensor del Pueblo: Se trata de una nueva forma de ejercer la represión ilegal sin cortapisas que algunos analistas han llamado, muy acertadamente, la violencia por delegación” Existe otro “detalle” que tampoco ha merecido mayor atención: los escasísimos enfrentamientos entre el Ejército y los principales criminales de la población civil indefensa, los paramilitares. Se dice que las AUC cuentan con unos once mil miembros diseminados en todo el territorio nacional, principalmente en zonas estratégicas donde están presentes transnacionales y se preparan megaproyectos. Esta puede ser una respuesta: “Las presiones de la comunidad internacional pueden influir al alto mando pero, sobre el terreno, nadie podrá jamás dividir a hermanos unidos frente a un mismo enemigo. Yo no tengo miedo al ejercito puesto que nada me puede hacer”, dice el jefe paramilitar Carlos Castaño . El Informe de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de la ONU, presentado en el 2001, confirma: “La Oficina ha sido testigo de las declaraciones de altos oficiales del Ejército señalando que los paramilitares no atentan contra el orden constitucional y por consiguiente no es función del Ejército combatirlos (…) En contraste con las grandes ofensivas militares contra las guerrillas, en las que se aplican ingentes recursos humanos y logísticos en campañas que duran semanas (…) Generalmente, el ataque contra (los paramilitares) obedece a escaramuzas menores, requisas y detenciones individuales y esporádicas”. Castaño, además de reconocer que recibió instrucción de los ejércitos israelí y colombiano; que ha tenido amistosas relaciones con el alto clero católico, y buena parte de los dirigentes políticos colombianos y que los “americanos han tolerado” su criminal organización, así la tengan señalada como “terrorista” también acepta sin reservas que las AUC no sólo se financian con el tráfico de drogas, sino que manejan buena parte del negocio. Lo que no ha impedido que haya tenido relaciones “amistosas” con la DEA y la CIA para perseguir a otros narcotraficantes como, por ejemplo, a Pablo Escobar. De esto las evidencias son tantas que Amnistía Internacional pidió al gobierno estadounidense acceder a los archivos secretos, sin haber obtenido respuesta. Con la desaparición o encarcelamiento de los jefes de los carteles de la droga de Medellín y Cali, y aprovechando el espacio que le brindaban las Convivir, las AUC coparon el control del procesamiento y exportación de drogas. En septiembre de 1997 el Observatoire Géopolitique des Drogues de Paris informaba que la mayoría de la cocaína que ingresaba por los puertos de España, Bélgica y Holanda provenía de las zonas costeras colombianas bajo control de las AUC. Sorprendentemente muy poco se insiste sobre ello, a pesar de que existen pruebas muy precisas de que las AUC son hoy “un nuevo cartel mafioso militarizado (…) los principales exportadores de cocaína del mundo con un discurso antiguerrillero”, como atestigua un senador. Ni después de haberse aprobado el denominado Plan Colombia, que dice ser una ayuda de Washington para erradicar el tráfico de drogas y acabar con las organizaciones involucradas, se persigue a los paramilitares. El gobierno estadounidense se ha contentado con pronunciamientos, sin llegar a mayores exigencias al gobierno colombiano. Frente a tal realidad, el jesuita Giraldo expresa: “es claro que la estrategia militar y represiva que (en el Plan) se plantea contra el narcotrafico es una mera ficción. Sirve solo para disfrazar el involucramiento militar de los Estados Unidos en el conflicto político-militar de Colombia.” Y dentro de la estrategia contrainsurgente el paramilitarismo debe seguir representando un papel crucial contra el “enemigo interno”.
A comienzos del 2001, en un extenso reportaje del Boston Globe realizado en el Putumayo, una de las regiones involucradas en el Plan, pero también con gran presencia guerrillera, el periodista Karl Penahaul observaba que un centinela paramilitar “revolvía un paquete de víveres ‘C’ del Ejército estadounidense, buscando chicle y pasteles. No hacía caso a las preguntas sobre el origen de los suministros,enviados con destino a las tres unidades antinarcóticos del Ejército de Colombia entrenadas por asesores de las Fuerzas Especiales de los Estados Unidos”, y acantonadas muy cerca del lugar de la entrevista.
En agosto del 2002 Alvaro Uribe Vélez asume la presidencia colombiana. Uribe, un terrateniente cuyo padre tuvo antecedentes como narcotraficante, según diversas investigaciones , fue el más importante impulsor de las “Convivir”. De él diría el jefe de las AUC: es “el hombre más cercano a nuestra filosofía” . Antes de ganar las elecciones diversos medios de prensa, nacionales e internacionales, mencionaron constantemente sus aparentes vínculos con el cartel de Medellín y los grupos paramilitares. Hoy son temas que misteriosamente ya no interesan, sólo los elogios por su decisión de guerra total contra las organizaciones insurgentes.
Según dice el investigador y defensor de derechos humanos, Diego Pérez Guzmán, el objetivo del mandatario es “recuperar la confianza del inversionista extranjero en Colombia, para lo cual debe asegurar el control del orden público al precio que sea, sin importar el alto costo en muertes que debe pagar la población civil no combatiente. De ahí que su meta central, sin llegar a mencionar los términos crudamente, es la paramilitarización total del Estado y la sociedad”: reclutamiento hasta de un millón de colombianos como informantes que, precisamente, están siendo organizados como las “Convivir”; conformación de un contingente de 25.000 campesinos e indígenas que luego de recibir adiestramiento militar, se reintegran a sus comunidades, lo que recuerda a las PAC en Guatemala; formación de frentes locales de seguridad en los barrios y comercios. Existe, además, un plan de concertación con transportadores y taxistas para vincularlos a la seguridad de ciudades y carreteras, al tiempo que las agencias de seguridad privadas están obligadas a entregar información y prestar los servicios que las Fuerzas Armadas les exijan. Ningún ciudadano puede ser neutral, bajo el riesgo de ser señalado como colaborador de la insurgencia. Las pocas instituciones del Estado que aún estaban por fuera de la estrategia contrainsurgente ya han sido involucradas en la “guerra integral”, incluída la Fiscalía General de la
Nación. De ella han sido destituídos quince funcionarios en un año, los cuales realizaban investigaciones sobre jefes paramilitares, y altos mandos de las Fuerzas Armadas involucrados en graves violaciones a los derechos humanos. Por todo lo anterior no es de extrañar que ya se hable de un Estado con muchos tintes fascistas. Mientras responde con más militarización a los llamamientos de la guerrilla para buscar una solución negociada al conflicto, que traiga la paz con justicia social a los colombianos, el gobierno del presidente Uribe abre los brazos a los paramilitares: “no podemos permanecer ajenos al reiterado llamado al diálogo y a la reconciliación que el Gobierno Nacional, por múltiples medios, nos ha hecho...”, aseguraron los narcocriminales en un comunicado hecho público en noviembre pasado. Cuando se conoce el historial del paramilitarismo en Colombia, como engendro estatal enmarcado en la Doctrina de Seguridad Nacional, esta iniciativa del presidente Uribe Vélez no
sorprende. Es un camino lógico ante el desarrollo que ha alcanzado el paramilitarismo y el nuevo rol que se le quiere asignar. Las negociaciones tienen como fin el indulto a los paramilitares, lo que les permitiría mimetizarse con toda legalidad dentro de uno de los tantos aparatos que se están creando. A casi nadie parece importarle que serían los primeros terroristas, criminales de guerra y narcotraficantes en recibir tal beneficio en la historia de la humanidad. Ni a la mercenaria Contra nicaragüense la trataron con tanta benevolencia. El indulto no lo merecen ni jurídicamente, pues al reconocer que su “lucha” es en defensa de las instituciones estatales -“organización parasistema”, dicen sus jefes - y al ser parte esencial de una estrategia contrainsurgente, no pueden adquirir status político. Pero el gobierno del presidente Uribe Vélez se siente firme en sus decisiones . Cuenta con el respaldo de las fuerzas Armadas, los poderosos gremios económicos, y los grandes medios de comunicación que lo declararon el “hombre del año 2002”. Pero ante todo tiene el respaldo de la administración Bush, quien acaba de permitir que los aportes para la llamada lucha antidrogas sean utilizados para combatir a la guerrilla.
Aunque la realidad está cansada de demostrar que será la población no armada quien recibirá todo el peso de la represión por ser base de apoyo, real o presuntamente, de la insurgencia. Traslado de recursos que ya se hacía de facto, y en contra de las disposiciones del Congreso. Recursos que ya empezaron a llegar a los batallones asentados en la mayor zona petrolera del país, muy cerca de la frontera con Venezuela, donde las diez más importantes petroleras del mundo tienen inversiones.
Precisamente son batallones con gran tradición en la conformación de grupos paramilitares.
“ Usted ha formado una gran estrategia y ha armado todas las piezas que se necesitan para luchar contra el fenómeno de la inseguridad y el terrorismo”, fueron las palabras expresadas por Colin Powell al Expresidente Uribe Vélez durante una visita a Colombia, en diciembre 2008. Parece ser que el jefe del Departamento de Estado desconoce que en esa “gran estrategia” el paramilitarismo es definitivo. Olvidó, quizas, que su gobierno ha pedido en extradición por narcotráfico a sus líderes y, más aún: que fue su propia oficina quien incluyó a las AUC en la lista de organizaciones terroristas. Una vez más se demuestra que la memoria del gobierno estadounidense se recorta dependiendo de las prioridades de sus intereses.
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