FUENTE: LA ALDEA,MILENIO.COM
La arrestaron. Por forrarse de dinamita y querer estallarse en el corazón de Jerusalén, la arrestaron. Ocurrió en la noche, a una hora en la que incluso Dios ya se había ido a descansar. Ningún palestino salió cuando los militares israelíes derribaron la puerta a patadas y empuñaron salvajemente las Uzi, los Tavor y las Jericho 941. Itaf Ilain escuchó su futuro en las palabras de un soldado, uno que no conocía piedad alguna, y supo con certeza que la iban a matar.
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Despertó, y al mirar a su alrededor le pidió a Alá que se la llevara de una vez por todas. No conocía el lugar, pero era un hecho que nadie escucharía sus últimas palabras. Sabía que eran las últimas porque le habían quitado la venda de los ojos y eso, le habían enseñado los del Yihad Islámico, es para que uno le vea bien la cara al que debe buscar en el otro mundo. Itaf estaba atada de pies y manos a una silla oxidada. Pronto se dio cuenta que le habían roto algunas costillas porque le dolía al respirar. Entendió la dificultad que tenía para parpadear cuando su lengua corroboró el sabor de la sangre. Los senos y la vagina al parecer no tenían nada, sólo miedo.
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Semanas después, cuando las Fuerzas de Defensa Israelí dejen de azotarla y la confinen en una mazmorra allá por el culo del desierto, a Itaf le llegará la noticia de que, como parte de la primera Intifada, un palestino se ha hecho estallar en Tel Aviv. Lo comprobará hacia la tarde, cuando un batallón de militares judíos irrumpa en la cárcel para cumplir una encomienda de sus superiores: vengar a los israelíes que han muerto por culpa del suicida aquel. Y como los del Yihad Islámico están convencidos de que inmolarse es el último recurso de la resistencia contra Israel, a Itaf le tocará ser una de las primeras que paguen las consecuencias. Cuando a los soldados les duelan las manos le escupirán, y cuando se les acabe la saliva volverán a golpearla hasta que le destrocen la nariz y le embuten los pómulos en la garganta.
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Desde que Itaf apareció en el lobby del hotel he querido verle el rostro. Sobre todo ahora que nos ha platicado las palizas y yo me he puesto a imaginar una cara cosida como una pelota de béisbol. Pero el islam la obliga a cubrirse de pies a cabeza por un burka y apenas puedo mirarle los ojos. Unos ojos del tamaño y del color de la almendra que se meten por los míos como buscando no sé qué, o entrando a depositar qué sé yo. En esos ojos se alcanza a leer cada palabra que dicen sus labios detrás del velo: “Fui una mujer bomba y lo volvería a ser”.
A Itaf, como a otras palestinas, la causa para luchar contra la ocupación israelí entró sola, como si lo hubiera hecho por la puerta: destruyeron su casa y mataron a sus hermanos. Esa rabia la supo canalizar el Yihad, y ahora no hay día en que Itaf crea que matar israelíes es un derecho.
—La mejor venganza es el perdón.
—No puedo, ha sido muy grande el mal de los judíos que no puedo —responde Itaf por boca de Tawfiq Anati, uno de los tres traductores que son nuestros bastones en Palestina.
—¿Pero lo has intentado?
—Sí… Muchas veces le he pedido al profeta Muhammad que avise a Alá que una hija suya quiere perdonar.
—¿Y entonces?
—Israel no quiere la paz. En sus manos sólo hay balas. Y como ellos nos matan, supongo que no tenemos por qué perdonarlos.
Wada Idris tenía 27 años cuando se inmoló en Jerusalén, después de ver a su hermano transfigurado en un vegetal por tanto shock eléctrico que le tundieron los del Mossad. Dareen Abu era una estudiante que voló en pedazos frente a un checkpoint; dejó grabado un video donde se decía indignada por la visita a la mezquita de Al Aqsa que en 2001 hizo el entonces primer ministro israelí Ariel Sharon. “Que el cobarde de Sharon sepa que cada mujer palestina dará a luz un ejército de mártires”, dijo. Y Zainab Abu, de apenas dieciocho años, se subió cargada de explosivos a un autobús.
Itaf sabe quiénes fueron todas ellas y lo que hicieron. Pero a quien más admira Itaf es a Reem Al-Riyashi, la primera mártir de Hamas. Reem, con la dinamita suficiente, llegó a una zona industrial de Gaza y se llevó a todos los judíos que pudo.
—En nuestro mundo vemos todas esas acciones como locuras del fanatismo religioso.
Itaf escucha con una serenidad western y dice:
—En 1987, cuando no pude inmolarme y me arrestaron, los judíos me dijeron que estaba loca. Hasta me pusieron una camisa de fuerza. Yo les dije: “No, locura sería venir a estallarme frente a ustedes sin ningún motivo, pero lo tengo: ustedes nos han querido exterminar desde 1948”. Los soldados sólo se rieron.
Itaf hace una pausa para que Tawfiq nos traduzca y sigue:
—Locura sería soltar bombas por todo el mundo sólo porque se nos ocurrió. La locura es de los israelíes que no quieren la paz. Eso es lo irracional.
—¿Entonces, qué es lo que hacen quienes se estallan?
—Pelean por la libertad. La gente que viene de otros países se olvida que Israel ha ocupado nuestros territorios porque, según ellos, Dios se los dijo. Pues qué Dios tan injusto es ése. Israel no es la víctima.
—¿Los que detonan bombas son suicidas?
—No. Hay una diferencia entre mártir y suicida. Los primeros se inmolan por su pueblo, contra la ocupación israelí. Los segundos sólo quieren morir y cobrar fama de valientes. Yo, cuando estuve dispuesta a todo, llegaron a decirme que me tomara las fotos de rigor. Y no quise. La fama de una mártir hay que dejársela al pueblo.
Las fotos de rigor. Se trata de ir con fotógrafos especializados en retratar al que se hará explotar. Modelan con un fusil y un ejemplar del Corán. Cuando el suicida cumple la misión, posters con esa imagen empapelan las calles de Palestina.
—¿Un día Palestina será libre?
—Alá, el Misericordioso, lo hará, y cuenta con nosotras, las muyahidas.
***
Leo a Kapuscinski en mi habitación:
Todos los profetas del Antiguo Testamento maldecían a Palestina, la tierra de pueblos sin suerte. Basta con leer la Biblia, el Libro de Libros. Palestina aparece como la tierra maldita tanto al principio como al final. Y eso que la Biblia tardó en escribirse mil años…
Yo duermo pensando en Itaf, la muyahida, la guerrera árabe, y en que se acabe esa maldición.
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