Los cambios producidos en
la economía del capitalismo, provocados por el incremento de sus
dificultades y contradicciones, así como por el paso a formas nuevas
-monopolismo de Estado- de dominación, afectan muy de cerca a las
diversas clases y grupos sociales de la sociedad burguesa. La clase
obrera y el capital.
A medida que avanza la
crisis general del capitalismo, la explotación de la clase obrera se
acentúa inevitablemente y su situación empeora. Esto se manifiesta,
ante todo, en la inusitada intensificación del trabajo, con su
secuela del incremento de accidentes y enfermedades que son producto
de la gran tensión a que el obrero se ve sometido. La
intensificación del trabajo provoca el rápido desgaste del
organismo y la reducción del período en que los obreros pueden
rendir plenamente. Las riquezas que se crean a este precio son
enormes. Pero son unas riquezas que van a parar a los explotadores,
mientras que la parte de los obreros en la renta nacional se reduce a
proporciones aún menores. Es cierto que durante las últimas décadas
se ha observado casi en todos los sitios un considerable aumento del
salario nominal de los obreros. Pero tal aumento se ha visto reducido
casi a la nada por la desvalorización del dinero y por la elevación
de los impuestos, por lo que el salario real, en la mayoría de los
países capitalistas, no ha aumentado o lo ha hecho en proporciones
muy escasas. Así, en la industria transformativa de los Estados
Unidos, el salario real medio (descontando los impuestos y las
pérdidas por desocupación) durante diez años (1945-1954) se
mantuvo por debajo del nivel de 1944, y sólo en 1955-1956 lo superó
entre un dos y un seis por ciento. En 1957, y particularmente en
1958, el nivel de vida de los obreros norteamericanos ha descendido
de nuevo. En Francia, el salario real medio de los obreros, en la
mayor parte de las categorías, sólo después de 1954 sobrepasó un
tanto el nivel de 1938. En Inglaterra, hasta 1956 no se consiguió un
aumento del dos al tres por ciento respecto de los salarios
anteriores a la guerra. Mas las cifras escuetas de los salarios no
proporcionan aún una noción completa de la situación material de
la clase obrera. Hemos de tener presente el valor de la fuerza de
trabajo, que viene determinado singularmente por los gastos
necesarios para su conservación y reproducción. Y el valor de la
fuerza de trabajo ha aumentado considerablemente en los últimos
decenios. Primero, por la intensificación del trabajo. Es evidente
que cuanto mayor es ésta más elevados serán los gastos necesarios
para que el obrero reponga sus energías. Segundo, por el cambio de
las necesidades, históricamente condicionadas, del obrero y de su
familia.
Últimamente, por
ejemplo, se ha producido un crecimiento vertiginoso de las ciudades.
Una parte cada vez mayor de los obreros vive lejos de las empresas,
por lo que los gastos de transporte se convierten en un capítulo
importante en el presupuesto de esos trabajadores. Otro cambio
característico de las últimas décadas es que las esposas y las
madres de los obreros, que antes se dedicaban únicamente a las
faenas domésticas, se han incomparado también a la fábrica. Si
bien esto aumenta algo el presupuesto familiar, aparecen gastos
nuevos: máquinas y aparatos que alivian el trabajo doméstico,
alimentos más caros (prefabricados), etc. También han crecido los
gastos de la familia obrera en asistencia médica y medicamentos. La
necesidad que la industria moderna experimenta de trabajadores con
buenos conocimientos generales hace más costosa la educación de los
hijos. Debido a estos factores, el valor de la fuerza de trabajo es
de ordinario bastante mayor que el volumen del salario real. Una
noción de esta diferencia puede adquirirse comparando el salario
real con el mínimo de vida, que refleja en cierta medida las
necesidades del obrero y su familia. En los Estados Unidos, por
ejemplo, el salario medio en la industria transformativa era menor
que el mínimo de vida de una familia de cuatro personas (cálculo
del Comité del profesor Heller, admitido por la ciencia oficial
burguesa): en 1944 el 19 por ciento y en 1958 el 29 por ciento. En
Alemania Occidental, el mínimo de vida para una familia de cuatro
personas era en 1955 de 445 marcos al mes, pero el 70 por ciento
aproximadamente de los obreros percibían un salario inferior a esta
suma. El capitalismo contemporáneo tiene como compañero casi
inseparable a la desocupación crónica. En un país como Estados
Unidos, hasta en los años de elevada coyuntura, se mantiene al nivel
de los tres millones de parados totales y un número todavía mayor
de parados parciales. En Italia, durante todo el período que sigue a
la guerra, el ejército de desocupados y semidesocupados no ha bajado
de los dos millones y medio. Además, atendidas las condiciones del
capitalismo contemporáneo, es más inestable que nunca la situación
de los obreros y la inseguridad en que se sienten ante el futuro. No
se trata sólo del miedo a las crisis y a la desocupación en masa,
es también el constante temor a perder la capacidad de trabajo por
accidente, enfermedad o por la excesiva tensión a que se hallan
sujetos. La perspectiva de una vejez prematura y sin recursos es para
los obreros una verdadera pesadilla. La inestabilidad económica de
la clase obrera se acentúa también por el incremento del crédito
de consumo o sistema de compra a plazos. Las deudas de estas compras
a plazos han crecido en los Estados Unidos, entre 1945 y 1957, de
5.600 a 44.800 millones de dólares. Este sistema de crédito puede
aliviar de momento las condiciones de vida del obrero, pues de otro
modo jamás podría adquirir muchos de los objetos que usa. En
cambio, hace aún más terrible la amenaza no ya de perder el
trabajo, sino de toda interrupción en el mismo: si deja de pagar un
plazo pierde, además de los objetos adquiridos, las sumas
satisfechas anteriormente.
Por lo tanto, la
tendencia característica dentro del capitalismo, por la que la clase
obrera ve empeorar su
situación, sigue vigente
por completo en nuestros días. Es verdad que en los últimos diez o
quince años la clase obrera de algunos países capitalistas ha
logrado ciertas mejoras. Pero esto no se debe en modo alguno a que
dicha tendencia del capitalismo dejase de obrar. La causa principal
es que después de la guerra ha habido condiciones más propicias en
la lucha de la clase obrera por sus intereses económicos (gracias
sobre todo a los éxitos de los países socialistas) y se ha
incrementado su resistencia a los monopolios. De ahí que se deba
llegar a la conclusión de que incluso allí donde la clase obrera (o
algunos grupos de ella) vive algo mejor que antes, esto no es prueba
de que el antagonismo entre el trabajo y el capital haya perdido
virulencia. Antes al contrario, los cambios experimentados por el
capitalismo en los últimos tiempos han aumentado de hecho las causas
para el conflicto de clase, al incrementar las contradicciones entre
la clase obrera y los capitalistas. Las amenazas a que se ven
sometidas la paz, la democracia y la independencia nacional,
derivadas de la dominación de los monopolios, entrañan calamidades
particularmente graves para la clase obrera precisamente, con lo que
la enfrentan todavía más a la burguesía monopolista. Esto no
conduce siempre a un ascenso real de la lucha de clases. Los hechos
nos dicen que dentro del capitalismo contemporáneo, lo mismo que
antes, el movimiento obrero avanza irregularmente, y en ciertos
países hay ocasiones en que se retrasa claramente de las tareas de
clase ya maduras del proletariado. La causa principal de que así
suceda es el robustecimiento de la opresión política de los
monopolios, que se valen más y más de la máquina del Estado para
la represión del movimiento obrero. Donde antes los obreros habían
de tratar con uno u otro patrono, cada vez más a menudo tropiezan
con toda la potencia del Estado imperialista. Apoyándose en él, los
monopolios han montado un aparato enorme de represión contra los
proletarios. Han establecido el control sobre la labor de los
sindicatos y la regulación forzosa de las relaciones de trabajo.
Cada vez son más comunes métodos de lucha contra los obreros como
las "listas negras", la organización de "policía
fabril", etc. En ocasiones, hasta en los países burgueses que
no han acabado oficialmente con la democracia burguesa se requiere
gran abnegación y heroísmo para recurrir a formas tan elementales
de la lucha de clases como es una simple huelga. Sin embargo, estos
métodos de la burguesía monopolista no han podido suprimir ni la
causa primera de la lucha de clase de los obreros -el antagonismo
entre el trabajo y el capital- ni esta misma lucha.
Hemos de tener presente
que también la clase obrera se ha desarrollado vigorosamente en
estos últimos tiempos; en muchos países ha ganado en organización,
conciencia y combatividad. Los cambios operados en el mundo -derrota
del fascismo alemán e italiano, que eran baluartes de la reacción
internacional, éxitos del socialismo mundial, incremento de la lucha
de liberación de los pueblos en las colonias- han creado condiciones
internacionales más propicias para la lucha de los obreros de los
países capitalistas. A pesar de la feroz dictadura de los monopolios
establecida en Estados Unidos y otros países, la clase obrera no ha
rendido las armas; en todos los sitios continúa su lucha, aunque a
veces no ataque en todo el frente, aunque esquive el choque directo
con movimientos de rodeo, menos costosos y que responden mejor a las
circunstancias. Así, pues, la realidad de nuestros días desmiente
por completo el mito de la "paz social" difundido por los
socialistas de derecha y los revisionistas como algo que vino a
sustituir la época de la lucha de clases. Ocurre lo contrario, como
más adelante veremos; los cambios sufridos por el capitalismo
acentúan las viejas contradicciones de clase y engendran otras
nuevas. Además del gran conflicto de clase -entre el trabajo y el
capital- crece y se agudiza el antagonismo entre el puñado de
monopolistas y la totalidad del pueblo. Esto hace que la lucha de
clase de los trabajadores abarque a capas cada vez más amplias de la
población, penetre en las células más alejadas y "tranquilas"
de la sociedad y gane en intensidad y virulencia. Qué sucede a las
demás clases de la sociedad burguesa en nuestros días. Además de
la clase obrera y de los capitalistas, en la sociedad burguesa hay
otras clases y capas: los campesinos, la pequeña burguesía urbana
(artesanos, pequeños comerciantes), los intelectuales, los
empleados. Por su número y su papel en la vida social, estas "capas
medias" representan una fuerza nada despreciable. ¿Qué suerte
corren dentro del capitalismo contemporáneo? Los ideólogos de la
burguesía reaccionaria afirman que se está produciendo un proceso
de gradual ampliación de las "capas medias" a expensas de
otras clases. La sociedad, dicen, se va convirtiendo en un cuerpo
integrado únicamente por una "capa media" cuya situación
mejora incesantemente. De este modo, prosiguen los teóricos
reaccionarios, la sociedad capitalista va perdiendo los antagonismos
de clase y se convierte en una sociedad de "armonía social".
Los hechos se oponen
rotundamente a esta versión, expuesta sólo con fines de propaganda.
Lo que nos dicen es que el desarrollo del capitalismo monopolista de
Estado significa la ruina para una parte importante de las "capas
medias". Esto se refiere ante todo a los pequeños productores
independientes (a las "capas medias" viejas, es decir, a
aquellas que subsisten como algo que pudiéramos llamar
supervivencias del modo precapitalista de producción y de las formas
de cambio que le eran propias), como son los campesinos, los
artesanos, etc. En Alemania Occidental, por ejemplo, entre 1949 y
1958 se arruinaron más de 200.000 haciendas campesinas. En Estados
Unidos, el número de granjas, de 1940 a 1954, ha disminuido en
1.315.000. La historia confirma así rotundamente la conclusión
marxista de que, en virtud de la ley general de acumulación del
capital, el número de propietarios se reduce sin cesar, mientras que
aumenta el de quienes se ven obligados a vivir del trabajo
asalariado. Con el capitalismo monopolista de Estado la ruina en masa
de los pequeños productores independientes no se debe ya sólo a la
competencia del gran capital. Mediante toda una serie de medidas
estatales (regulación de precios y créditos, etc.) los monopolios
aceleran conscientemente este proceso y se orientan hacia la
supresión de los pequeños productores o hacia su subordinación
completa. Sabemos que cada vez es mayor el número de pequeños
productores y comerciantes que sólo son "independientes"
en el papel: sus medios de producción pertenecen de hecho a los
acreedores, a los bancos, a las grandes compañías. Mientras que la
capa de los pequeños productores se arruina y va desapareciendo,
entre los intelectuales, empleados y demás elementos que integran
las "capas medias" nuevas se observa el proceso contrario.
El incremento de la técnica y la hipertrofia del aparato de
dirección (lo mismo en la economía que en la administración
pública) trae consigo el rápido aumento, en número y peso, de los
empleados, ingenieros, técnicos y personal científico, personal de
oficina, especialistas en el comercio y publicidad, de los
trabajadores de la prensa, la enseñanza, el arte, etc. Pero la
situación de estas crecientes capas sociales tiende también a
empeorar, aunque sólo sea porque el trabajo de la gran mayoría de
los intelectuales, al aumentar el número de éstos, es cada vez
menos pagado y pierde el carácter privilegiado que antes tenía. Así
nos lo demuestra singularmente el ejemplo de los empleados. En 1890
el sueldo medio de un empleado norteamericano era el doble que el
salario medio del obrero. En 1920 la diferencia se había reducido al
65 por ciento. Y en 1952 el sueldo medio del empleado era,
aproximadamente, el 96 por ciento del salario medio del obrero.
Sueldos míseros perciben los maestros, muchos grupos de trabajadores
científicos y el personal de otras especialidades. Los cambios
producidos en la situación de los trabajadores intelectuales no se
circunscriben, sin embargo, al aspecto económico. Un fenómeno
característico es la pérdida de su independencia en la mayoría de
los casos, incluso entre las profesiones liberales (abogados,
médicos, hombres de la ciencia y del arte, etc.). La mayor parte de
ellos pasan a trabajar por contrata, es decir, que se incorporan a
quienes son explotados directamente por las corporaciones
capitalistas. Esto limita la libertad profesional de los
intelectuales, que se ven obligados a servir a los más bajos
intereses de los grupos monopolistas, y los somete a un asfixiante
control político. Toda clase de medidas reaccionarias
características en la política de los monopolios -represiones,
humillantes comprobaciones de "lealtad"- caen con toda su
fuerza no sólo sobre la parte avanzada de la clase obrera, sino
también sobre los intelectuales. Las graves repercusiones que esto
trae consigo encuentran fiel reflejo en las siguientes palabras de
Alberto Einstein, sabio famoso que fue testigo del desenfreno de la
reacción primero en su patria, Alemania, y luego en Estados Unidos,
a donde emigró para ponerse a salvo de la persecución de los
fascistas: "Si de nuevo fuera joven y hubiera de escoger
profesión, no trataría de ser hombre de ciencia o profesor.
Preferiría ser fontanero o vendedor ambulante, con la esperanza de
encontrar la modesta independencia que aún es posible en las
condiciones actuales." ¡Cuál debe de ser la situación de los
hombres de ciencia en la actual sociedad burguesa si hasta los más
grandes sabios sueñan con la miserable "independencia" a
que aún puede aspirar el fontanero o el vendedor ambulante! Al
hablar de las "capas medias" hemos de tener presente que en
ellas están incluidos también grupos sociales que sirven de buen
grado a la burguesía reaccionaria: altos funcionarios, altos
empleados de las corporaciones, capas privilegiadas de intelectuales,
etc. Pero estos grupos son una minoría muy reducida y por ellos no
se puede juzgar la situación de las "capas medias" en su
conjunto. Si las tomamos en bloque, las contradicciones que las
separan del grupo dirigente de monopolistas se hacen más agudas,
hondas e irreductibles a medida que el capitalismo monopolista de
Estado se desarrolla. En este sentido, la posición política de las
"capas medias" y su puesto en las relaciones de clase de la
sociedad burguesa cambian sustancialmente en nuestra época. Hubo un
tiempo en que la mayor parte de las "capas medias" (la
parte acomodada de los campesinos en los países capitalistas
desarrollados, pequeños patronos y comerciantes, etc.) daba
estabilidad al poder de la burguesía dominante.
Hoy, tanto las "capas
medias" viejas como las nuevas, no robustecen, sino que, al
contrario,debilitan las posiciones del grupo dirigente de la
burguesía que son los monopolistas. Por su situación y sus
intereses, estas capas -pese a todo cuanto digan los ideólogos
burgueses y reformistas- se polarizan cada vez más frente a los
monopolios y se convierten en aliados naturales de la clase obrera.
Movidos por sus deseos de deformar el cuadro de las relaciones de
clase, los teóricos reaccionarios no escatiman tampoco esfuerzos
para sembrar la confusión en el problema de la clase dominante,
afirmando que en la sociedad burguesa contemporánea decrecen el
poder y la influencia de los capitalistas. Estos, nos dicen, han
perdido, o en todo caso están perdiendo, su preponderancia; sin
revolución alguna, por "vía pacífica", se retiran de la
palestra social. ¿Qué es lo que mueve a estos teóricos -desde los
apologistas declarados de los monopolios hasta los revisionistas- a
ver tal mengua en la dominación de los capitalistas? Lo primero de
todo, la supuesta desaparición de la propiedad capitalista, que es
sustituida por la propiedad de un gran número de accionistas
pertenecientes a las clases más diversas de la sociedad, con lo que
se lleva a cabo una "revolución en los ingresos" que
iguala el nivel de vida de la población. Pero en este caso, bajo la
nueva etiqueta de "capitalismo popular" lo que en realidad
se propugna es la vieja teoría, hace tiempo criticada por Lenin, de
la "democratización" del capital mediante la emisión de
pequeñas acciones. En cuanto a la "revolución en los
ingresos", lo que de hecho ocurre es una mayor polarización de
las riquezas; cada vez es más ancho y profundo el abismo que se abre
entre el puñado de multimillonarios y la gran masa de los
desposeídos. En los EE.UU., en 1956, según datos oficiales, cerca
de 5,5 millones de familias, con un total de 17 a 20 millones de
personas, obtuvieron un ingreso global menor que las ganancias netas
de 17 grandes monopolios.
Los teóricos
reaccionarios, en su afán por acumular pruebas de la "desaparición"
de los capitalistas como clase, hablan constantemente también acerca
de los impuestos que gravan los superbeneficios y la herencia,
afirmando que ello significa la transición "pacífica" de
la propiedad privada a la sociedad en su conjunto. Estos impuestos
son realmente elevados, llegando a sobrepasar el 50 por ciento de los
beneficios. Ahora bien, las corporaciones conocen decenas de
procedimientos para eludir la tributación fiscal. Y además, las
cantidades entregadas por este concepto revierten con creces a los
capitalistas a través de los suculentos pedidos que les hace el
gobierno y de los privilegios de toda clase que les concede, en una
palabra, con ayuda del mecanismo de intervención estatal en la
economía a que antes nos referíamos. Y así ocurre que ni siquiera
los defensores más acérrimos de los monopolios pueden presentar un
solo caso de monopolistas a quienes los impuestos les hayan causado
la ruina y cuyos bienes hayan pasado a manos de la sociedad. En la
propaganda burguesa de los últimos tiempos se ha aireado sin tasa la
teoría de la "revolución de los gerentes", según la cual
el auténtico poder en la economía (y por tanto en la política)
pasa en los países burgueses a quienes "formalmente" lo
ejercen, es decir, a quienes de hecho dirigen (directores, miembros
de los consejos de administración y comités ejecutivos de las
corporaciones, alto personal técnico, etc.). Estos hombres, según
los teóricos reaccionarios, forman una nueva clase gobernante que
obra en interés de toda la sociedad. El papel de los capitalistas en
la producción cambia, en efecto; los propietarios pierden las
últimas funciones útiles que cumplían y las transfieren a
empleados asalariados. Esto es otro argumento que habla en favor de
la expropiación del capital y del paso al socialismo. Pero la
naturaleza explotadora del capitalismo no sufre por esto ni un ápice.
Porque el poder verdadero sobre la producción sigue en manos de los
propietarios, y no de quienes en su nombre dirigen el proceso
tecnológico, organizan la contabilidad, el abastecimiento, la venta
de los productos, etc. Los ingenieros y empleados de las compañías
monopolistas no pueden desplazar a los dueños u obligarles a
renunciar a parte de las ganancias en beneficio de los obreros. Los
dueños, en cambio, lo mismo que hace cien años, pueden quitar y
poner a sus ingenieros y empleados, a los cuales dictan su voluntad.
Entre los altos empleados de los trusts los hay, se comprende, que
gozan de grandes poderes: presidentes de compañías anónimas o de
consejos de administración, etc. Pero en realidad se trata de los
mismos capitalistas, que perciben parte de los beneficios en forma de
sueldo. No existen, pues, los cambios en la situación de la clase
capitalista de que tanto hablan los teóricos burgueses, reformistas
y revisionistas. Esto no significa, sin embargo, que la situación de
la burguesía haya permanecido invariable en los últimos decenios.
Los cambios producidos son indudables. El principal de ellos es que
se ha acentuado la diferenciación en el seno de esta clase. Nunca
fue la burguesía un conjunto homogéneo, pero en nuestra época su
diferenciación ha adquirido formas sustancialmente nuevas.
El puñado de monopolios
que tiene bajo su poder a la maquinaria del Estado se eleva cada vez
más no sólo sobre la sociedad, sino también sobre la clase
capitalista. Resulta casi imposible hacerse un puesto entre los
todopoderosos, propietarios de los grandes consorcios y trusts, no ya
para el simple mortal, sino incluso para el capitalista medio, por
hábil y diestro que sea. En lugar de unos cuantos grupos de la
burguesía, que se suceden unos a otros, a la cabeza de la sociedad
figura un puñado de monopolistas, siempre los mismos y que de hecho
no tienen responsabilidad alguna, que se apoyan en un estrecho
círculo de altos funcionarios de las corporaciones, directamente
relacionados con ellos, y de representantes de las esferas
burocráticas y del ejército. La ruina afecta como consecuencia de
ello a partes cada vez mayores de los patronos pequeños y medios. El
porcentaje de "mortalidad" de sus empresas es a veces tan
elevado que algunos economistas burgueses lo comparan con la
mortalidad infantil en las colonias. Para este patrono es un problema
verdaderamente agudo el de su propia subsistencia como elemento de la
clase privilegiada. Los patronos pequeños y medios se ven así en
una situación paradójica. De un lado hoy, como hace medio siglo,
son explotadores y obtienen beneficios a costa del trabajo asalariado
de los obreros. De otro, son oprimidos y esquilmados por los
todopoderosos trusts y corporaciones. Así, pues, el capitalismo
monopolista de Estado, además de incrementar la diferenciación en
el seno de la burguesía, siembra la escisión en sus filas: una de
sus caras la compone el omnipotente grupo de los monopolistas, y la
otra el conjunto de capitalistas medios y pequeños que constituyen
la mayoría de esta clase. Con ello se estrecha aún más la base
social en que descansa la dominación del capital monopolista.
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