por Henri Barbusse
Volvamos aún a la figura de este hombre que se halla siempre entre lo que está hecho y lo que está por hacer (hasta el punto de que su expresión más habitual cuando se le habla sobre el trabajo es la siguiente: «Lo que es no es nada al lado de lo que debe ser»).
Nuestros enemigos le toman como blanco y tienen razón, dice Knorin. Él es el nombre de nuestro Partido, dice Bubnov. Es el mejor de la vieja cohorte de hierro, dice Manuilski. A los viejos bolcheviques se los respeta - dice Mikoyan-, no porque sean viejos, sino porque no envejecen.
Su historia es una serie de victorias sobre una serie de dificultades gigantescas. No hay un solo año de su carrera desde 1917 que no hubiera bastado para hacer ilustre a cualquier otro con lo que él ha hecho. Es un hombre de hierro. Su nombre lo retrata: Stalin (acero). Es inflexible y flexible como el acero. Su poder estriba en su formidable buen sentido, en la extensión de sus conocimientos, en su asombrosa catalogación interior, en su pasión por la claridad, en su inexorable espíritu de secuencia, en la rapidez, seguridad e intensidad de su decisión, en su perpetua obsesión por elegir a los hombres necesarios.
Los muertos sólo sobreviven en la Tierra, Lenin se encuentra dondequiera haya revolucionarios. Pero puede decirse que el pensamiento y la palabra de Lenin se encuentran en Stalin más que en ningún otro sitio. Stalin es el Lenin de hoy.
Tiene, como hemos visto, muchos puntos de semejanza con el extraordinario Vladimiro Ilitch: el mismo conocimiento de la teoría, idéntico sentido de la práctica, análoga firmeza. ¿En qué se diferencian? He aquí la opinión de dos obreros soviéticos: «Lenin, el Director; Stalin, el maestro». Y «Lenin es más gran hombre; Stalin, más fuerte...» No prosigamos demasiado, sin embargo, este paralelismo, que a través de sus vagas indicaciones podría conducirnos a lo ficticio respecto a estas personalidades de dimensiones excepcionales, una de las cuales ha formado a la otra.
Digamos si se quiere que, a causa sobre todo de las circunstancias, Lenin fue más agitador. En el vasto sistema director, más adelantado, más desarrollado, Stalin debe obrar en mayor medida por conducto del Partido, por conducto de la organización, cabría decir. Stalin no es hoy día el hombre de los grandes mítines tempestuosos. Por otra parte, nunca ha empleado esta fuerza tumultosa de la elocuencía que constituye todo el mérito de los déspotas advenedizos y el único también muy a menudo de los apóstoles con éxito. Y éste es un dato que debe ser tenido en cuenta por los historiadores que hayan de estudiarle. Son otros los caminos que ha seguido para ponerse en contacto con el pueblo obrero, campesino e intelectual de la U.R.S.S. y con los revolucionarios del mundo entero que llevan a su patria dentro del corazón, o sea mucho más de doscientos millones de seres.
Ya hemos entrevisto algunos de los secretos de su grandeza. Entre los recursos de su genio, ¿cuál es el principal? Bela Kun dice, en una bella fórmula: «Sabe no ir demasiado de prisa. Sabe pesar el momento». Y Bela Kun cree que ésta es la cualidad específica de Stalin, la que le pertenece en propiedad además de las otras: esperar, dar tiempo al tiempo, resistir a las tentaciones vertiginosas, tener una paciencia terrible. ¿No es esta facultad la que hace que sea Stalin entre todos los revolucionarios de la historia el que ha enriquecido la Revolución de manera más práctica, el que ha cometido menos errores?
Stalin titubea y reflexiona mucho antes de proponer ciertas medidas (mucho no quiere decir largo tiempo). Es en extremo circunspecto y no otorga fácilmente su confianza. A uno de sus más íntimos colaboradores, que desconfiaba de un tercero, decíale: «La desconfianza sana es una buena base de trabajo colectivo». Es prudente como un león.
Este hombre claro y luminoso, es, como hemos visto, un hombre sencillo. No es difícil abordarle sino porque siempre está trabajando. Cuando se va a verle a una de las salas del Kremlín no se tropieza uno con más de tres o cuatro personas al pie de una escalera y en los vestíbulos. Esta sencillez orgánica no tiene nada de común con la sencillez aparatosa de algún monarca escandinavo que se digna salir a pie por las calles, o de un Hitler que hace pregonar a sus propagandistas que no fuma ni bebe vino. Stalin se acuesta por lo regular a las cuatro de la mañana. No tiene treinta y dos secretarios, como Lloyd George: sólo tiene uno, el camarada Proskrobitchev. No firma lo que escriben otros. Se le facilita el material y él lo hace todo. Todo pasa por sus manos. Y esto no impide que conteste o haga contestar todas las cartas que recibe. Cuando se le encuentra se muestra cordial, familiar. Su «franca cordialidad», dice Serafima Gopner; «su bondad», «su delicadeza», dice Bárbara Djaparidzé, que ha luchado a su lado en Georgia; «su jovialidad», dice Orajelachvilí. Se ríe como un niño.
En la ceremonia con que terminó el jubileo de Gorki, en la Gran Ópera de Moscú, algunos de los personajes se reunieron en los entreactos en los salones situados detrás de un palco perteneciente antaño al emperador o algún gran duque. Y allí armaban un alboroto infernal. Todos se reían a mandíbula batiente. Estaban allí Stalin, Ordyonikidzé, Rykov, Bubnov, Molotov, Vorochilov, Kaganovitch y Piatniski. Referían anécdotas de la guerra civil, evocaban sucedidos pintorescos: «¿Te acuerdas de cuando te caíste del caballo?...» «¡Ya lo creo! ¡No sé lo que le pasaría a aquel maldito animal!...» Y brotaba una carcajada homérica, una jovialidad enérgica, un trueno juvenil que hacía vibrar los artesonados zaristas de los saloncillos, breve y fresco desahogo de los grandes haladores de la reconstrucción.
También Lenin se reía con todas sus fuerzas.
«No he conocido a un hombre -dice Gorki- cuya risa fuera tan contagiosa como la de Vladimiro Ilitch. Hasta resultaba extraño que un realista tan austero, un hombre que con tal claridad veía y tan profundamente sentía la inminencia de las grandes tragedias socíales, un hombre inquebrantable en su odio por el mundo capitalista, pudiera reir así, hasta verter lágrimas, hasta perder la respiración». Y Gorki concluye: «Hace falta una enorme, una sólida salud moral, para poder reir de este modo».
El que ríe como un niño ama a los niños. Stalin tiene tres: el mayor, Jascheka, y dos más pequeños, Vassili, de catorce años, y Svietlana, de ocho. Su mujer, Nadejda Aldiluieva, ha muerto el año pasado: su forma terrestre ya no es más que una bella efigie noblemente plebeya y un hermoso brazo de mármol blanco destacándose de una gran estela en el cementerio de Novo Devitchi. Stalin ha adoptado casi a Artiom Serguiev, cuyo padre pereció en un accidente en 1921. Ha mostrado una solicitud paternal por las dos hijas de Dyaparidzé, fusilado por los ingleses en Bakú. ¡Y por cuántos otros! Aún creo presenciar la satisfacción de Arnold Kaplan y de Boris Goldstein, dos pequeños prodigios del piano y del violín, cuando me contaban cómo les había recibido Stalin después de su triunfo en el Conservatorio, e incluso les había dado tres mil rublos a cada uno, diciéndoles: «Ahora que sois capitalistas, ¿me saludaréis en la calle?»
En torno a la risa de Lenin y Stalin, y por así decir en la misma categoría de fenómenos, hay que situar su ironía. De ella hacen un abundante uso a la menor ocasión. Stalin da con gusto a la expresión de su pensamiento una forma divertida o satírica.
Damian Biedny nos cuenta una preciosa historia: «En vísperas de las jornadas de julio de 1917 nos encontrábamos los dos, Stalin y yo, en la redacción de la Pravda. Teléfono. Los marinos de Cronstadt le preguntan a Stalin: ‘¿Hay que ir a la manifestación con fusil o sin él?’ ¿Qué les contestará por teléfono?, me dije yo muy atento. ‘Eso de los fusiles es cosa vuestra, camaradas. Nosotros, los escritores, llevamos siempre el lápiz encima’. Naturalmente -concluye Biedny- todos los marinos acudieron a la manifestación con sus ‘lápices’».
Por lo demás, también sabe ser discreto. Cuando Emil Ludwig exclama, a propósito de una respuesta suya: «¡No se imagina usted cuánta razón tiene!», responde gentilmente: «¡Quién sabe! ¡Puede que me lo imagine un poco!» En cambio, cuando el mismo escritor le pregunta: «¿Cree usted que puede comparársele con Pedro el Grande?», contesta sin ironía: «Las comparaciones históricas son siempre arriesgadas. Esta es absurda». No aprovecha todas las ocasiones que se le ofrecen de soltar la carcajada.
Lo que resalta siempre en él es este propósito: no intentar brillar, no hacerse valer.
Stalin ha escrito libros importantes y en gran número. Algunos de ellos tienen un valor clásico en la literatura marxista. Pero si se le pregunta lo que es, responde: «Yo no soy más que un discípulo de Lenin, y toda mi ambición es ser un discípulo fiel». Resulta curioso observar cómo al exponer el trabajo realizado bajo su dirección, Stalin atribuye sistemáticamente a Lenin el mérito de todos los progresos conseguidos, siendo así que él mismo tiene en ellos una gran participación y que por lo demás no se puede realizar el leninismo sin ser uno mismo un creador. En este caso la palabra «discípulo» enaltece, pero estos hombres no la emplean sino para reducir su papel individual y fundirse en el conjunto. Esto no supone sujeción, sino fraternidad. Se piensa en la hermosa y lapidaria frase de Séneca el Filósofo: Deo non pareo sed assentior («No obedezco a Dios, pienso igual que él»).
Si se tarda en comprender a estas gentes no será por lo que tengan de complejas, sino más bien por su misma sencillez. Se ve muy claramente que no es la vanidad personal ni el contenido que pueda darse a su nombre lo que impulsa a ese hombre hacia adelante y le sostiene de pie en la brecha. Es la fe. En este gran país en el que los sabios se dedican a resucitar de verdad a los muertos y salvan a los vivos con la sangre de los cadáveres, en el que se cura a los criminales, en el que las religiones brumosas y tópicas son disipadas en el espacio por la brisa saludable, la fe brota de la misma tierra como los bosques y las cosechas. Es la fe en la justicia inmanente de la lógica. Es la fe en el saber, expresada tan profundamente por Lenin al contestar a quien le hablaba del cobarde atentado de que acababa de ser víctima y que abrevió sus días: «¿Qué quiere usted? ¡Cada cual se conduce como sabe!» Es la fe en el orden socialista y en la muchedumbre que le encarna, en el trabajo, en lo que Stetski llama el crecimiento tempestuoso de las fuerzas productoras: «El trabajo -dice Stalin- es una cuestión de dignidad, de heroísmo y de gloria». Es la fe en el Código del trabajo, en la ley comunista y en su paroxismo de honradez. «Nosotros creemos en nuestro Partido -decía Lenin-. Vemos en él el espíritu, el honor y la confianza de nuestra época». «No pertenece a este Partido el que quiere -dice Stalin-. No todos pueden afrontar sus esfuerzos y sus penalidades».
Si Stalin tiene fe en las masas, lo mismo puede afirmarse en sentido inverso. La Rusia Nueva siente un verdadero culto por Stalin; pero un culto hecho de confianza y nacido por entero desde abajo. El hombre cuya silueta se destaca en los carteles rojos entre las de Lenin y Carlos Marx es el que se interesa por todo y por todos, el que ha hecho lo que es y hará lo que será. Ha salvado. Y salvará.
No ignoramos que, según ha dicho el propio Stalin, «han pasado los tiempos en que los grandes hombres eran los principales creadores de la historia»; pero si bien hay que negar el papel exclusivo ejercido sobre los acontecimientos por el «héroe», tal como lo presenta Carlyle, no se puede discutir su papel relativo. También en este caso cabe pensar que lo que es idéntico se obedece. El gran hombre es aquel que, previendo el curso de las cosas, se le adelanta en vez de seguirlo y actúa preventivamente contra algo o en favor de algo. El héroe no inventa la tierra desconocida, pero la descubre. Sabe suscitar los vastos movimientos de masas -que son, sin embargo, espontáneos-: hasta tal punto conoce sus causas. La dialéctica, bien aplicada, extrae del hombre lo que contiene e igualmente de un acontecimiento. En todas las grandes circunstancias hace falta un gran hombre que sirva de máquina centralizadora. Lenin y Stalin no han creado la historia, pero la han racionalizado. Han acercado el porvenir.
Estamos hechos para hacer producir en la tierra al espíritu humano el mayor progreso posible, porque en definitiva de eso somos depositarios por encima de todo, del espíritu. La lealtad de nuestro paso por la Tierra consiste en evitar la tentativa imposible, pero llegar tan lejos como alcancen las fuerzas en la realización práctica. No hay que hacer creer a los hombres que se va a impedir la muerte. Hay que querer que vivan plena y dignamente. No hay que lanzarse en cuerpo y alma sobre los males incurables, inherentes a la naturaleza humana, sino sobre los males curables, que son de orden social. No es posible elevarse por encima de la Tierra sino sirviéndose de medios terrestres.
Cuando se pasa de noche por la plaza Roja, entre esta vasta decoración que parece desdoblarse -lo que es de ahora, es decir, de la nación de numerosas criaturas del Globo, y lo que es de antes de 1917 (lo que es antediluviano)- parece que el que yace en la tumba central de la plaza nocturna y desierta es el único que no duerme en el mundo y que vela por lo que irradia todo en torno suyo, ciudades y campos. Él es el verdadero guía, el que hacía reír a los obreros al demostrarles hasta qué punto era a la vez maestro y camarada. Es el hermano paternal que ha cuidado realmente de todos. Aunque no le hayáis conocido él os conocía de antemano y se ocupaba de vosotros. Quienquiera que seáis, tenéis necesidad de este bienhechor.
Quienquiera que seáis, sabed que la mejor parte de vuestro destino está en manos de este otro hombre que vela también por todos y que trabaja; del hombre de cabeza de sabio, rostro de obrero y traje de soldado.
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