Escrito por : Carlos Aznarez
Cuentan las crónicas periodísticas que primero lo cercaron, luego lo obligaron a desplazarse y finalmente lo bombardearon. Se regodean en los detalles estos medios de comunicación que tan bien conocemos: que si encontraron sus anteojos, que si su billetera, que el hallazgo de un montón de miles de dólares, que huía a la desesperada, que si cayó también su compañera del alma. Siempre la misma infamia a la hora de la muerte, como ocurriera con el Che, con Sandino y Carlos Fonseca, con Santucho o el montonero Roqué, o mucho más atrás en el tiempo, con el riojano Chacho Peñaloza a cuya cabeza exhibieron en una pica. O más atrás todavía, con Tùpac Amaru, descuartizado brutalmente como ocurriera con la lidereza indígena boliviana Bartolina Sisa y su compañero Túpac Katari.
Ni una palabra diferente al escribir los libretos, a pesar de los años transcurridos. Lo que cambian, en algunos casos, son las siglas de los asesinos, sus atuendos o la procedencia geográfica de sus comunicados.
Sin embargo, lo que siempre encuentran estos perros de caza en el otro extremo de sus cacerías, son hombres y mujeres valientes, dispuestos a jugar lo más preciado de sus vidas por una causa colectiva que ponga patas para arriba esta miserable propuesta de mundo que nos propone el capitalismo y el imperio.
Ahora, toda esa Colombia rebelde, proletaria y campesina, mil veces postergada, se estremece de dolor y furia al ver caer en combate a uno de sus mejores referentes. Con el comandante Alfonso Cano, han podido asesinar su porfiada y militante forma de vivir, su desesperada pasión por encontrar la paz para acabar con tanto sufrimiento de un pueblo que no lo merece, pero no han podido ni podrán detener el caudal de un río correntoso que terminará inundando de porfiada dignidad la patria de Jorge Eliecer Gaitán, Camilo Torres y Manuel Marulanda Vélez.
Ya lo dijo la compañera Piedad Córdoba: "La muerte de Alfonso Cano es un duro golpe para la paz", y agregó: "la salida es política, y no es a través de una victoria pírrica en el orden militar que se solucionará el prolongado conflicto colombiano". Es precisamente a esto que le temen el terrorista de Estado Juan Manuel Santos, su ejército adoctrinado por Washington y también la oligarquía colombiana. Sabedores de que las FARC-EP estaban dispuestas a dar pasos concretos hacia una solución política que genere las condiciones de una Nueva Colombia, dispusieron sus fuerzas para asesinar a Cano y de esta manera mostrar al mundo una foto mentirosa: el descalabro definitivo de la guerrilla. Como siempre, mienten, porque saben que eso les ayuda a perpetuarse en el poder, y además, de paso, buscan llenarse de laureles a nivel exterior.
Las FARC y el ELN, ellos lo saben, no están dispuestas a abandonar la lucha, mientras no se terminen las causas que les obligaron a subir a la montaña hace casi medio siglo. Por eso, de nada sirve el magnicidio generado por un ejército que apadrina paramilitares, que es sostenido por uniformados norteamericanos y que cuenta con el apoyo de la inteligencia israelí. Esta vez, como ocurriera con el comandante Jorge Briceño, sólo han podido destrozar el cuerpo de un revolucionario en una batalla tremendamente desigual, pero no pueden paralizar la lucha del pueblo, que más allá de la propaganda oficial marquetinera, brota por todas partes. Eso sí que lo tienen claro, aunque hoy lo disimulen con rostros cruelmente alegres, y el presidente Santos se exhiba como un gallo de riña.
Mientras otros pueblos del continente se empoderan en su decisión de seguir forjando Revolución, y avanzan decididamente hacia el socialismo, en las montañas de Colombia, la guerrillerada enterrará su pena ante la pérdida de uno de sus mejores soldados y proseguirá la lucha por idénticos objetivos. No les queda otra alternativa, porque la paz para ellos no es una palabra hueca o la consigna final de un comunicado, sino toda una esperanza de cambios profundos, y eso, se sabe, cuesta sacrificio y obliga a ahorrar lágrimas, aunque la muerte
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